Es evidente que el mundo se divide en países. Cada país consta de una sociedad más o menos homogénea y unas asociaciones con objetivos concretos y específicos. Estas asociaciones pueden estar compuestas por grupos minoritarios marginados o no. El grupo “minoritario” más numeroso del planeta es el de las mujeres. En segundo lugar, hay que subrayar otro colectivo minoritario marginado, discriminado, separado muchas veces del resto de la sociedad de la que forma parte: las personas con diversidad funcional. Aparte de estos dos colectivos hay sin duda más: inmigrantes, homosexuales, personas de diversas religiones, razas, etc.
Para nivelar un poco el terreno de juego que pisamos y hacer nuestras vidas (la de las personas con diversidad funcional) algo más dignas, la Organización de Naciones Unidas (ONU) aprobó en 2.006 el primer Tratado de derechos humanos de nuestro siglo. La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, que fue firmada y ratificada por España, teniendo rango de Ley superior desde Mayo del 2.008. Ese Tratado Internacional intenta hacer realidad lo ya establecido en la clásica Declaración Universal de Derechos Humanos de 1.948.
Ya en su preámbulo nos advierte de que pese a las numerosas normativas nacionales supuestamente destinadas a favorecer a este colectivo, la Convención se hace necesaria para fortalecer los derechos fundamentales de estas personas y para obligar, de algún modo, a los países a respetar y cumplir las leyes que ellos mismos se han dado y que raramente llevan a cumplimiento.
En ese sentido, no se puede ignorar que este colectivo discriminado históricamente ha avanzado en los últimos años; aunque lo cierto es que decepciona mucho la diferente velocidad a la que mejora su situación con respecto a otros grupos como alguno de los ya mencionados con anterioridad.
Quizá el derecho humano más básico del que emanan todos los demás sea el derecho a la vida, en este caso se trata de ofrecer una vida digna e independiente. El modo para conseguir llevar a cabo esa vida, sumado a otros servicios y apoyos técnicos, es la asistencia personal, que por otro lado es en sí misma un derecho subjetivo reconocido en la normativa española. Sin embargo, haciendo una de esas comparaciones tan odiosas se puede constatar que aproximadamente unas 15 personas tienen asistencia personal en Andalucía mientras que en la provincia de Guipúzcoa la tienen más de 1.000 personas. Queremos recordar que aquella provincia es menor que la de Granada. Con alrededor de la misma población que Andalucía, en el país nórdico de Suecia más de 15.000 personas tienen esa asistencia.
– Pero ellos son ricos y viven bien– se dirá con razón.
– A ello aspiramos, a lo mejor una causa importante de su situación tenga que ver con su apuesta por la asistencia personal.
Y es que un máximo de 17 horas semanales de asistencia personal en Andalucía frente a las 110 ofertadas allí mucho tienen que ver con el estrepitoso fracaso de la implementación de este derecho en España. Por no emplear tal término descafeinémoslo afirmando que aquí la asistencia personal tiene un carácter “residual” dentro de nuestra Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia (Ley de Dependencia). Lo podemos llamar de mil modos, o tergiversar la realidad a nuestro antojo, pero los datos que proporciona el IMSERSO están disponibles y son, tristemente, irrefutables. Pese a los fríos y apabullantes números, en nuestra tierra somos propensos a silbar y hacernos los distraídos, lo que entretiene pero no soluciona problemas.
Para solicitar por ley esta prestación se presentan muchas y variadas trabas comenzando por la propia ignorancia de quien tiene que asesorar a la persona con necesidad de apoyos externos, siguiendo con los obstáculos por edad y los monetarios, sin detallar los ocasionados por la actividad del individuo. Algunos impedimentos vienen escritos en la propia ley y su desarrollo, mientras otros no.
La apuesta se ha decantado por mantener vivo el pujante negocio residencial y la bagatela de paga por cuidador no profesional, perpetuando en la segunda instancia la esclavitud histórica de la mujer, incurriendo en un pernicioso despilfarro en la primera y atentando gravemente siempre contra la vida independiente del interesado, arrebatado con frecuencia del poder de decisión sobre su modus vivendi. Lamentar ahora que la apuesta no fue acertada es superfluo porque se puede rectificar aunque vidas, esfuerzo y tiempo se consumen en el camino. Sin embargo esta apuesta es buena y se debe tomar de inmediato ya que el croupier está a punto de cerrar.
No es de recibo que una señora de 72 años tenga que hacerse cargo del cuidado de su nonagenaria madre como tampoco lo es suponer que el cumplimiento de derechos humanos recogidos en tratados internacionales (Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad) está reñido con la economía cuando lo cierto es que el beneficio es recíproco y el bienestar mutuo.
Se puede decir sin temor a equivocarse que dentro del mundo de los derechos humanos hay un asterisco que recoge al grupo de las personas discriminadas por su diversidad funcional, pues bien, todavía dentro de este asterisco, existe otro más pequeño que agrupa a las personas que hemos decidido tomar las riendas sobre nuestras propias vidas haciendo de ellas vidas independientes con apoyos tales como la asistencia personal. De ese modo tenemos a ciertos colectivos cuyos derechos se consideran “humanos” sin apellidos (mujeres, inmigrantes, subsaharianos, transexuales, musulmanes, y un largo etc.) y luego tenemos a un grupo de personas “especiales” cuyos derechos, si bien humanos como los de los demás, se toman a broma. Es un poco como la afirmación malagueña de que estas personas son “cascarilla”.
Dentro de este bucle continuo de asteriscos cabe destacar la confusión del voluntariado con la de la figura laboral del asistente personal. Es positivo que existan voluntarios para ayudar a otras personas, sin embargo una vida inclusiva nunca se puede basar en la buena voluntad de otros. La relación entre el benefactor y el individuo con diversidad funcional debe estar sujeta a ciertos parámetros que conviertan la asistencia personal en una profesión. De este modo, los lazos se estrechan y los vínculos se hacen obligatorios, otorgando seguridad y dignidad a las dos partes de este binomio inseparable.
A lo largo de la historia se ha pasado con dificultad de un modelo basado en la prescindencia a otro basado en la dimensión médica del sujeto en cuestión a un modelo centrado tanto en las limitaciones individuales como en los obstáculos sociales que se presentan. Se hace necesario reiterar que a lo largo del siglo XX se ha prescindido con frecuencia de las personas con diversidad funcional, y aún hoy día nuestra eliminación se produce en algunos países (Guinea). Con todo, el modelo imperante a día de hoy es el basado en nuestra dimensión médica, tendiendo a rehabilitarnos y a reducir al ser humano a la dicotomía salud-enfermedad. Cuesta a las sociedades reconocer que las personas con diversidad funcional somos más que meros objetos enfermos necesitados de rehabilitación y cura para poder desempeñar una vida digna. Esta visión reduccionista de la población en general supone un gran obstáculo para que se convierta en realidad un modelo social que reconoce nuestras limitaciones individuales, las barreras sociales con las que nos topamos y las soluciones (asistencia personal, accesibilidad universal, educación inclusiva, etc.) para superarlas.
Finalmente habría que añadir que la asistencia personal es el medio más válido y económico para empezar a alcanzar la tan ansiada vida independiente que todos deseamos para nosotros. Es decir, no se trata de un fin en sí misma sino de unas alas para empezar a volar libremente.