Desde hace unos meses, vivo inmerso en el misterio. Me han desaparecido unos 40 €.
Podría decirse que estoy encuadrado en el grado máximo de lo que llaman la Ley de Dependencia, es decir, poseo aquel diploma que sólo otorgan a los que ni siquiera pueden rascarse la nariz.
La prestación que me corresponde desde hace años era de unos 500 € al mes, que después de aplicarle descuentos varios se quedó en unos 400 €. Esta es la cantidad que daban a un familiar para que cuidara de ti 24 horas al día, 365 días al año. Un chollo. Un invento baratísimo del gobierno de Zapatero que esclavizaba todavía más a las familias, pasándose por el forro conceptos como igualdad de oportunidades, dignidad, para equipararse en salarios con los de la República popular China.
Pero por si esta mísera cantidad no fuera suficiente, hace aproximadamente un año sufrió un gran recorte a nivel estatal. El gobierno del Partido Popular, que sentía rabia hacia los chinos y quería descender otro escalón, redujo la prestación para dejarla en 299 €, hundiéndola en el fango de la economía paquistaní.
Si el lector se está temiendo lo peor y piensa que siempre se puede empeorar, tiene razón. Bingo. La ley de Murphy es inexorable. Y es que desde hace unos meses noto que me han desaparecido 40 €. Ahora la cantidad que percibo ha menguado hasta quedarse en 260 € mensuales. Una mutilación sin aviso, sin justificación, silenciosa y ruin.
40 € pueden parecer poca cosa. Pero para una persona como yo, cuyo sobrecoste familiar de vivir con una gran discapacidad supone, según datos de la propia administración, unos 49.000 € anuales, esos 40 € pueden servir, por ejemplo, para poder pagarme la gasolina de la furgoneta durante un par de meses, o poder pagar a alguien para que mis padres puedan salir unas horas, o ayudar a sufragar alguna de las carísimas ayudas técnicas que necesito (sin ir más lejos, este mes me han clavado 150 € por la batería de una grúa).
Intrigado por esta misteriosa desaparición, el otro día llamé al servicio de reclamaciones correspondiente. Me atendió una señora o señorita muy amable que, después de pasarme con varias personas, pronunció unas alarmantes palabras: no tenían ni idea de por qué me habían quitado esa cantidad, y si quería averiguar algo más tendría que enviar una instancia a Palma.
Me puse a temblar. Qué horror. Instancia significa papeleo, enredos, cansancio, frustración. La burocracia es el sistema que utiliza la administración para dejarte en el limbo y matarte lentamente, la estratagema que emplean los cobardes que no se atreven a mirarte a los ojos.
Mi estupor se disparó cuando la mujer me dijo que no era el primero, que había muchos más casos. Así pues, el misterio adquiría unas dimensiones más grandes y dramáticas de lo que me había podido imaginar.
El asunto se complicaba. Supongamos que hubiera unos 100 afectados más en la isla, esto supondría, en el mejor de los casos, que mucha más gente tendría dificultades para aliviar sus condiciones de vida, y, en la peor de las situaciones, familias que podrían necesitar esos 40 € simplemente para poder llegar a fin de mes.
Transcurrido un rato volví a llamar, pero esta vez sólo para escuchar una vez más esa voz tan sensual que me había cautivado. Cuando me preguntó qué quería, colgué rápido.
Impactado por la noticia, mientras conjeturaba sobre qué tipo de argucias se habían sacado de la manga para justificar este recorte, a qué letra pequeña se habían agarrado ahora, me puse a pensar si podría emprender algún tipo de acción que pudiera ser más efectiva y no acabar aniquilado por la burocracia. Mirando por la ventana, se me ocurrieron algunas ideas:
Primera. Acudir a alguna convención multitudinaria de las que van a comenzar a aflorar a partir de ahora y preguntarle a algún político si sabe algo de la cuestión. Tal vez incluso, si tuviera suerte y fuera a topar con alguien con buenas influencias, podría ganarle la carrera al letal papeleo. Pero después de pensarlo detenidamente descarté esta posibilidad: soy consciente de la gran dificultad que entraña prepararse un discurso del estilo «todo es estupendo y hemos mejorado las prestaciones y la Ley de Dependencia. Somos los Number One». Por tanto, si les contaba mi historia, les desconcentraría, echaría por tierra tantas horas de trabajo y ensayos para elaborar su discurso solemne. Y no quiero desquiciar a nadie. Además, 50 políticos sonriéndome y poniéndome la mano sobre el hombro sería demasiado peligroso para mi frágil constitución: con tanto peso encima podrían romperme algún hueso.
Segunda acción que me vino a la cabeza. Encadenarme a algún sitio. Suele ser una medida subversiva bastante eficaz. El inconveniente es que cogería mucho frío y seguramente que el fotógrafo del periódico me haría alguna fotografía para publicarla en la contraportada.
No me gusta que me hagan fotografías ya que siempre aparezco con los ojos cerrados y soy muy feo.
Tercera posibilidad. Buscar el consejo de un mago. Un mago experto en desapariciones misteriosas quizá sabría decirme dónde está el truco. Pero ya no quedan magos como los de antes, con frac y sombrero de copa, ahora hay mucho intrusismo profesional. Recuerdo que la última vez que acudí a pedirle asesoramiento a uno no sólo no me resolvió nada, sino que cuando salí de su consulta me di cuenta que también me había birlado el reloj y la cartera.
Esto es todo lo que se me ha ocurrido, no tengo ni una idea más. De todas maneras mi caso particular no me preocupa mucho. Ya saben los lectores cómo funciona esto: cuando uno escribe una carta en el periódico, enseguida te resuelven el problema aunque sólo sea para taparte la boca. Es lo que sucede en los sitios pequeños donde predomina el personalismo o enchufismo. Cuando fallan los engranajes de una sólida política social los casos que emergen se van sofocando con parches y esparadrapo, pero sigue sin remendarse el balón que yace deshinchado.
Tal vez yo, con un poco de suerte, me salve y recupere los 40 €. Pero…, ¿qué hacemos con los otros afectados? ¿Alguna idea? ¿Alguna propuesta? ¿Alguna acción de choque?