Está claro que aunque haya pasado más de medio siglo desde la guerra civil española, nuestro país todavía se divide claramente, y cada día que pasa más, en dos facciones. Para empezar habrá que delimitar y definir bien en qué consisten esos dos países en uno. Esto es, es importante identificar correctamente los contrastes y las consecuencias que acarrea decir, por ejemplo, que se es de derechas o de izquierdas. Porque en seguida tendemos a tachar a unos y otros de fachas y rojos respectivamente.
No es menos cierto que en nuestra debilitada España convive una supuesta mayoría silenciosa con una supuesta minoría. Paradójicamente, la minoría mayoritaria más desdeñada es el colectivo compuesto por la mujer. Importa sobremanera señalar las diferencias aún remanentes en el trato dado y recibido por hombres y mujeres, con las desigualdades que todas ellas conllevan y persisten desde hace milenios y por los siglos de los siglos. La discriminación hacia la mujer no se puede discutir y es intolerable que continúe en nuestro siglo.
Sin embargo, el colectivo que a mí más me atañe por cercanía es el de las personas que somos discriminadas por la forma en la que funcionamos. Suponemos la segunda minoría más mayoritaria del planeta, contándose aproximadamente un 15 por ciento del total de la población como personas con diversidad funcional. La brecha social entre la supuesta normalidad a la que no pertenecemos y la anormalidad a la que se nos arroja crece día a día. En alguna ocasión he escuchado que la sociedad ha mejorado mucho para con nosotros y que el trato que recibimos ahora no es el mismo que recibíamos como colectivo hace medio siglo. Pero si lo pensamos, mientras las condiciones de la ciudadanía en general han mejorado mil veces, las condiciones de los disciudadanos de este grupo han mejorado sólo veinte veces.
En efecto, no se puede establecer una equivalencia entre identidad nacional, que todos tenemos según lo que diga el carnet de identidad, y ciudadanía, que sólo adquirimos en función de nuestra participación e inclusión en la sociedad que ocupamos.
La tensión entre grupos de izquierda, derecha, hombres, mujeres, ricos, pobres, mayorías dominantes y minorías oprimidas se palpa en el aire cada día más. Este estado de cosas genera violencia con el consecuente peligro para todas las partes implicadas. Dichos enfrentamientos y choques no son deseables para ninguna de las partes. Debe imponerse una cultura de paz sin paliativos ni mojigangas ni complejos de ningún tipo.
La disminución de la exclusión social y la zozobra que permanentemente azota a las personas discriminadas por su funcionamiento no marcha, como era de esperar, al mismo ritmo que la supuesta recuperación económica de la maltrecha España. En todo caso se aprecia de modo cada vez más creciente la dicotomía, quizás incompatible entre economía y estado social. Todo aquello que aprendimos sobre que los seres humanos nos unimos en civilizaciones para proteger a los más débiles del grupo suena bastante ajeno a la realidad a la que asistimos cotidianamente.
Lo peor de todo, en mi opinión, es que una vez destrozado el llamado “estado de bienestar” sigue de cerca la rotura del estado de derecho. La grave consecuencia de todo esto es el egocentrismo al que todas las partes estamos abocadas.