El reconocimiento

Vengo pensando desde hace algunos años sobre una realidad compleja, por momentos frustrante y siempre perturbadora:

No nos conocemos.

Algunas personas simplemente pasan a nuestro lado, caminan por nuestras calles, compran en las mismas tiendas que nosotros y no sabemos nada de ellas. A otras personas las llamamos «conocidas». Son esas de quienes tenemos referencia, de quienes sabemos algo, con quienes hemos tenido algún contacto, pero que en ningún caso llamaríamos amigas. Llamamos entonces «conocidas» a aquellas personas que apenas nos afectan… Hay otras que forman parte de nuestro círculo reducido de personas cercanas, un círculo copado por amistades y algunos familiares. Pensamos que son las personas a las que de verdad conocemos y que nos conocen. Sin embargo, de lo que me di cuenta hace unos años es que ni siquiera a esas personas las conocemos. Hay tal profundidad en cada ser humano que resulta imposible el acceso. No podemos estar en el interior de la otra persona, que vivió experiencias únicas y que lo hizo desde un cuerpo único y singular. Cuando entendí esto, pude comprender que no sabía nada de mi pareja, ni de mis hijos, ni de mis hermanos y hermanas, ni de mis amigos, ni de mi alumnado… Y tuve la necesidad de conocerlos más, a la vez que admitía que nunca conseguiría estar en el interior de ellos. Sigo con esa necesidad de conocer, y sólo encuentro una fórmula: que me cuenten lo que hay en su interior, y a lo que yo soy incapaz de acceder. Ese contar se da necesariamente en el diálogo. Y en el diálogo, en el diálogo en el que me interpreto tan sabio e ignorante como la otra persona, se puede producir el conocimiento. Puedo mirar tu interior desde tu perspectiva, y aprender de ti. Entonces, de manera implícita ha emergido el reconocimiento: mi pareja y yo, mi amiga y yo, mis hijos y yo, tú y yo tenemos idéntico valor. Todas las personas tenemos idéntico valor.

En la actividad de dialogar se obra un milagro: podemos saltar el conocimiento a través del reconocimiento. Porque al conversar estamos situándonos horizontalmente junto a la otra persona, haciendo posible nuestra transformación, nuestro “mestizaje”, que requiere las diferencias. Lo humano cobra sentido en tanto que nos educamos y nos transformamos continuamente en nuevos otros.

Esto se produce cuando dialogamos cada uno, cada una, desde nuestro lugar. Desde nuestras experiencias, tan diferentes. Cuando nos escuchamos, y con ello también logramos conocernos un poco. Y cuando logramos reconocer el lenguaje de la otra persona, que es extraña porque no soy yo. Y me pregunto con impaciencia si podremos construir entre todos y todas una pedagogía que acompañe las diferencias, ayude a crear lazos y reconozca los lenguajes de las personas que aun hoy no son respetadas. Ni conocidas. Y mucho menos reconocidas.

Y aunque el camino se presenta largo y tortuoso, no puedo dejar de sonreír. Porque el desaliento es una actitud política, y la esperanza también. Y porque a pesar de la complejidad de todo, es muy sencillo experimentar el diálogo, y con ello el reconocimiento que todo lo subvierte.

 

[Esta entrada está inspirada en el Discurso de Graduación de la Promoción de Pedagogía 2012-16 de la Universidad de Málaga. Va para ese alumnado, que constituye un nuevo motivo para la esperanza, toda mi gratitud y reconocimiento].

Acerca del Autor Nacho Calderón Almendros

Profesor de Teoría de la Educación en la Universidad de Málaga (España). Interesado en la experiencia de exclusión e inclusión educativa de personas situadas en los márgenes por sus diferencias. Empeñado en que la escuela sea un lugar donde todos y todas podamos crear sentido

Acerca de Nacho Calderón Almendros

Profesor de Teoría de la Educación en la Universidad de Málaga (España). Interesado en la experiencia de exclusión e inclusión educativa de personas situadas en los márgenes por sus diferencias. Empeñado en que la escuela sea un lugar donde todos y todas podamos crear sentido