El salvaje repago de la diversidad

El salvaje repago de la diversidad

Fíjense sí soy joven (y guapo, que todo hay que decirlo) que la primera vez que escuché hablar del llamado copago, que por aquel entonces algunos ya llamaban repago, se implantó por primera vez cuando se aprobó la Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia en 2.006. Pero entonces parece que caían billetes de 500 euros del cielo o que las personas anormales no importaban a nadie y se veía el repago como algo lógico.

En realidad digo copago o repago a lo que por aquel entonces se denominó “participación de los ciudadanos en el coste de los servicios”, bonito eufemismo, bella expresión. Suena hasta agradable, sostenible, participativo y maravilloso, casi apetece llevarse la mano al porta-monedas. Lo que ocurre es que en el caso de la Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia no era un repago “simbólico”, más bien era uno que iba desde el 45 al 55 por ciento del coste de la prestación en el caso de la marginal y vilipendiada asistencia personal, o bien entre el 70 y el 90 por ciento de tu pensión si optabas porque te ingresaran en un centro residencial.

Pero repito, al tratarse de un repago nada simbólico para las personas que aquí en Málaga se consideran “cascarilla” se pasó por alto, y de esas lluvias vienen ahora estos lodos de los que no podemos desembarazarnos por mucho que lo intentemos. Por ponerlo en otras palabras, es como si uno fuera a una sastrería a comprarse unos pantalones y le dijeran: “usted tiene pinta de andar con una mano delante y la otra detrás, así que le dejo los pantalones a mil pesetas”. En cambio otro va a la misma tienda a comprarse el mismo producto y el del mostrador le espeta lo siguiente: “usted parece un ricachón de esos de Suiza o Andorra o Las Islas Caimán, por tanto su participación en el coste de esta prenda tan bonita asciende a dos mil pesetas”. En fin, que ya a algunos anormales nos la habían clavado ante la indiferencia de todos los partidos políticos y la sociedad en general, incluyendo a muchas asociaciones del llamado tercer sector de la discapacidad.

Años y crisis económicas después han hecho del “repago simbólico” algo muy extendido y salvajemente utilizado. Ahí tenemos, sin necesidad de ser Sherlock Holmes, que su rango va desde el repago farmacéutico con el euro por receta (también llamado “recetazo”, rechazado por la justicia) hasta el repago educativo que se quiere implantar, pasando por el sanitario. Vuelvo a repetir: un padre y una madre van a un colegio y le dicen al director o a la directora: “oiga usted, que quiero inscribir a mi hijo o hija para que acuda a este centro educativo el curso próximo”. A esto el hombre o mujer responsable de las admisiones en la escuela responde: “vale, siendo usted quien es le dejo la matrícula en 1.000 pesetas, pero si tuviera usted un Ferrari le cobraría 2.000 pesetas”. Por suerte, esto no ocurre ni parece que vaya a suceder con el beneplácito de los tribunales.

Si yo fuera como soy, les diría que arrieros somos. Pero resulta que a veces no soy como soy y en esos momentos (los más habituales, por suerte) nunca le desearía el mal a ningún otro semejante, por muy anormal que sea. Y es que, aunque anormal, soy humano y nada de lo humano me es ajeno, o en palabras de Terencio “Homo sum, humani nihil a me alienum puto”, por eso y porque escandalosamente guapo, prefiero la octava marcha que organiza en Madrid el Foro de Vida Independiente para la visibilidad de las personas con diversidad funcional.