Cuando era adolescente, mis amigos –los mismos que serían mis amantes y novios, y que también lo serían de mis amigas– tenían una expresión recurrente para hablar de sus eyaculaciones: “tengo los huevos llenos de amor”.
Recuerdo esta expresión como el peso de una responsabilidad femenina. Que no les dolieran las huevos y que su placer finalizara con una eyaculación que liberara todo el amor de sus escrotos siempre fue responsabilidad nuestra.
Los formatos de descarga eran mayoritariamente tres: follar de forma frecuente siempre con final feliz resulto, semen en nuestras vaginas o en un preservativo. La segunda modalidad era pajearse a nuestro lado. Nos apeteciera o no, tras un “No te importa, ¿no?” nuestro dócil pensamiento no quería causarles un dolor de huevos: ¿cómo ser las culpables de que esos hombres que nos gustaban no pudieran expresar su amor? Y una tercera modalidad en la que, sin conversación previa sobre tener una relación abierta, follaban con otra porque, ¡joder!, necesitaban vaciar sus huevos de amor y estabas a desmano. Tras una lloriquera, la comprensión femenina, esa moral de pringada o inexperiencia en poner los ovarios encima de la mesa, perdonaba la afrenta porque era una cuestión fisiológica, de necesidades biológicas. ¿Y quién era la adolescente que negaba la biología de nuestros futuros compañeros de vida?
Si miro a la adolescente que fui respecto de las necesidades de los hombres, este es un ejemplo de tantos en los que caí y son estas cosas de los privilegios masculinos que espero que el feminismo, el girl power o la repetición televisiva del término heteropatriarcado o machismo aniquilen de la responsabilidad femenina para que cada cual gestione sus fluidos sin oprimir a nadie.
Ahora, si miro a la adolescente que fui respecto de mis necesidades y deseos, no fui solo una víctima. Siempre busqué formas de desobedecer, de canalizar mi placer o de reírme sola o con mis amigas de lo que estaba bien y mal o de quién tenia derecho a qué.
Y la pequeña guarra disfrutona, feliz, que había en mí siguió siendo hija del patriarcado, pero se salió del guion en múltiples ocasiones. Luchaba contra lo establecido antes de saber ponerle nombre a las experiencias que vivía por ser mujer.
Mi cuerpo de mujer y sus necesidades son, en mi fase adulta, muy diferentes a los de aquella adolescente y mis privilegios corporales han dado una vuelta más complicada que la que sufre la tortilla de patata en un intento de ser igual por las dos caras.
La diversidad funcional que lleva a mi cuerpo a no moverse casi nada por debajo de mis hombros, junto con, un rehabilitado movimiento de brazos que alimenta diariamente un “¡No pareces tetrapléjica!” me devuelve a vivir desde cierta responsabilidad.
Una responsabilidad que, aun sin perder de vista la responsabilidad femenina, podría llamarse ahora responsabilidad de discapaz y alienación de posición de inferioridad en un mundo discapacitante.
No trato de entrar en quién está más oprimida que quién. Desde mis estrenadas mechas californianas de urbanita jugando a ser una más, paseo con luces de neón mis posibles ventajas en relación con otras. Y desde este lugar, ya no les vacío los huevos de amor a hombres por necesidades biológicas, pero doy las gracias por existir más de lo que es justo, o al menos, equitativo para sentir igualdad e inclusión y borrar la sonrisa que sostiene la responsabilidad de encarnar “la buena discapaz” porque vivo en una sociedad capacitista. Y es que, aunque en los movimientos sociales, ésta comience a ser decolonial, feminista, antiespecista, contra el heteropatriarcado, no binaria, bisexual y poliamorosa, el capacitismo se mantiene en las lógicas de lo biológico o natural y los parques son una rampa por la puerta de atrás con tendencia a quedarse fija.
Ahora sé, benditos sean el tiempo y su prima la experiencia, que el amor de los huevos de mis amigos en mi adolescencia no era una verdad con base biológica apoyada en el derecho masculino, sino un abuso de macho con mucho morro. Del mismo modo, el orden capacitista que decide qué es lo lógico y esperado, los ritmos válidos, las personas eficaces y las normas que nos posicionan en el eterno “gracias por dejarnos existir” no es una verdad absoluta, sino una realidad injusta muy compleja de desenmarañar, que nos creemos y ejercemos, también en muchas ocasiones las diversas funcionales.
Mantenemos un elevado grado de responsabilidad de discapaces para cumplir en “orden y armonía” con el resto de seres sociales que acompañan nuestras vidas. ¿Cómo retirar la sonrisa a un sistema que incentiva políticas para que participemos en él? ¿Cómo dejar de dar las gracias si, con esfuerzo, nos sentimos en ocasiones capaces e incluidas? ¿Cómo dar la espalda a los intentos de inclusión, aún cuando se quedan en aguas de borrajas, cuando puede que sea la única ocasión de no quedarnos solas en una esquina con cara de tías vinagres?
La esperanza, es que al igual que puedo reconocer cómo mis deseos y necesidades de adolescente me recuerdan que no fui solo víctima, sino agente activo de mi proceso de liberación, aunque fuera en parte. Aprendo que las cojas, tullidas o mujeres con diversidad funcional, aun con sonrisas y gracias, desde la cama o en tu cara, vivimos en lucha y en continua desobediencia desde antes de saber qué nombre tiene el sistema que nos oprime, antes de conocernos y antes de tener una identidad propia que hable de nosotras.
Observo, cómo detrás de un “gracias”, se esconde un pensamiento aniquilador, que nos imagina dirigiendo nuestras ruedas a romper tobillos. Tras una sonrisa, hay una carcajada a tu solución con forma de pendiente del 20%, a las pautas y los horarios. Hay mucha –pero mucha– sexualidad en nuestros deseos y muchas posturas ortopédicas en nuestros sueños húmedos. Clímax en nuestras miradas e historias cerdas que nunca contaremos. Hay belleza y sueños y grandes retos conseguidos que no puede ver la estúpida lupa de lo productivo. Hay recorrido y evolución, aunque nunca lo llamarán desarrollo o progreso. Hay muchos momentos de plenitud. Hay anarquía y soluciones individuales en la era de la globalización y la clonación. Hay sutiles formas de desobedecer y, por tanto, ya empezó nuestra revolución.
Ya no me preocupa tanto resolver la pregunta de ¿dónde están las cojas? ¿dónde están mis iguales? Porque más allá de un soñado encuentro que va llegando y nos permite reírnos del mundo, me alivia saber que ya la estamos liando, cada una como sabe y puede. No ser visibles para la mayoría no nos aniquila de estar infiltradas y aprendiendo de otros recorridos e inventando el nuestro propio.
Enemigos de la diversidad, de lo que os desagrada mirar, hijos de la eterna salud y la belleza normativa al más puro estilo saludable y sin olores: temblad, porque un montón de diversas combativas, subnormales en lucha y discapacitadas desobedientes estamos entre vosotros, gestando la revolución en nuestras conexiones neuronales, en nuestros sueños húmedos y en realidades cárnicas entre nuestras sábanas mientras damos las gracias con eternas sonrisas. Abre tus ojos, afina tus oídos o palpa nuestra piel, este 8 de marzo también estamos.
(En la escena una enorme sonrisa acerca mis hoyuelos a mis orejas)
Gracias a las lógicas socialistas por contemplar mi eutanasia
Gracias a los escalones de demasiados locales en los que me quedo en la puerta y que dicen: “tú no perteneces a este espacio”, y donde una pegatina me recuerda que “perros buenos sí”.
Gracias a la burocracia sanitaria, que entre otras cosas, marea a mi madre que, con santa paciencia resuelve, para la estabilidad mental de su hija, todo el papeleo, que me permite acceder a una ayuda parcial para una nueva silla de ruedas, si demuestro que mi locomoción hace diez años que no mueve mis piernas.
Gracias a las pesadas puertas
Gracias a los baños imposibles
Gracias por apartarse un milímetro sin dejar de mirar el móvil en el único vagón de metro con el monigote de la silla.
Gracias de parte de mis amigas y conocidas por las rampas de autobús que fallan los días de trabajo y los festivos también
Gracias por las motos delante de la puerta por la que salimos del coche
Gracias por dejarnos ser madres y más gracias por esterilizar a mis iguales por su bien
Gracias por llamarnos guapas aunque se acompañe de un “qué pena”.
Gracias por incluirnos en lo productivo aun sin preguntarnos nuestros ritmos
Gracias por las pastillas que resuelven nuestros traumas de diversas inadaptadas
Gracias por las residencias donde si la cosa se pone complicada siempre podrán atarnos
Y por qué no,
Gracias, muchas gracias por dejarnos existir. La responsabilidad de discapaces actuará en consecuencia y nos esforzaremos y superaremos para dar las gracias con una eterna sonrisa.
Acerca del Autor Elena Prous
Elena Prous, en el FVID desde 2009, Estudió enfermería y ejerció durante unos años hasta comenzar a dar vueltas en estudios sobre derechos humanos, escritura creativa y en la actualidad, Antropología. Activista de punzón y charletas, es articulista en la revista Infomedula.org desde 2008 y bloggera desde 2012 en tambiendebajodelagua.com.
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