En primer lugar es necesario mencionar la ambigüedad de la palabra “residencia”. Cuando yo escucho mencionar una residencia, indefectiblemente me viene a la memoria el programa de televisión dirigido por Narciso Ibáñez Serrador “Un, dos, tres, responda otra vez”. Al inicio de ese concurso, la presentadora del mismo (Mayra Gómez Kemp) nos daba a conocer a los participantes con la siguiente fórmula: “Hola, buenas noches, ellos son Fulanito y Pelenganita, amigos y residentes en Torrevieja, Alicante”, y así seguía con las tres parejas participantes.
Con esta tontería, quiero hacer patente que una residencia no es necesariamente un centro residencial en el que se institucionalizan personas discapacitadas. Eso es lo que me va a ocupar estos renglones (los centros institucionales para personas discapacitadas a los que se refiere la CDPD), pero que sepan que cuando se dice “residencia”, normalmente una persona o entidad se refiere simplemente al lugar donde vive un determinado sujeto, habitualmente su ciudad de residencia.
De todo esto se desprende que cuando el artículo 19 de la CDPD (Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad) habla, en su apartado (b), de servicios de asistencia residencial, no se describe ni mucho menos ningún servicio prestado en una institución granjeril de las que mencionaba con anterioridad. Antes bien, indica que debe haber unos tipos de atención de vida independiente para promocionar la autonomía personal prestada en entornos urbanos, suburbanos y rurales. La ambigüedad, por tanto, se resuelve con facilidad, máxime teniendo en cuenta las condenas explícitas que posteriormente realiza el Comité sobre los derechos de las personas con discapacidad sobre estas auténticas granjas humanas en, por lo menos, dos de sus observaciones generales a la Convención.
Ya en 2014, en su documento A/HRC/28/37, el Comité de las Naciones Unidas decía que “a menudo se considera que la segregación y el internamiento en una institución son las únicas opciones disponibles. Sin embargo, como ha establecido claramente el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, el internamiento en una institución es incompatible con el artículo 19”, así que los estados miembros tienen la obligación de ofrecer a la ciudadanía opciones alternativas tales como la asistencia personal. Yo entiendo que, si no hay opciones reales, no existe libertad de elección por lo que toda institucionalización se convierte en forzosa.
De nuevo en 2017 y a la vista de que los estados que habían firmado y ratificado esta Convención no cumplían con lo estipulado en el artículo 19, el comité de la ONU publica su observación general número 5 sobre el derecho a la vida independiente incluidos en la sociedad. Entre sus afirmaciones, no es desdeñable que diga que “los Estados partes tienen la obligación inmediata de iniciar una planificación estratégica, con plazos adecuados y dotación de recursos suficientes, en consultas estrechas y respetuosas con las organizaciones que representan a las personas con discapacidad, para sustituir todo entorno institucionalizado por servicios de apoyo a la vida independiente”, ni lo es que subraye que “respetar los derechos de las personas con discapacidad contemplados en el artículo 19 significa que los Estados partes deben eliminar la institucionalización. No pueden construir nuevas instituciones ni pueden renovar las antiguas más allá de las medidas urgentes necesarias para salvaguardar la seguridad física de los residentes”. Además hay un párrafo que lo dice todo: “Los Estados partes deben velar por que los fondos públicos o privados no se gasten en el mantenimiento, la renovación, el establecimiento, la construcción o la creación de ningún tipo de institución o institucionalización”.
Pese a que estas explicaciones indican que los estados deben dar un claro volantazo, aún hay países y personas que se cuestionan si es válido que le lean a uno la cartilla tras haber firmado un tratado internacional de este calado. Países como Polonia o Malta le han reprochado al Comité de la ONU que se centre demasiado en sus observaciones para determinar que no cumplen lo estipulado en la Convención.
Como solemos decir por aquí, “to lo malo se pega”, y seguro que nuestro país persiste en sus actividades de menosprecio a los discapacitados utilizando argumentos volubles. No se puede esperar gran cosa de España en este sentido cuando la mayoría de las propias organizaciones no gubernamentales del sector promueven la institucionalización o granjerización de los discapacitados. A ver si estas entidades empiezan ya a representarnos de verdad y España a hacer caso de lo que se nos dice más allá de nuestras fronteras.