Esta época del año es propicia para contar, con toda nostalgia, batallitas del pasado. A falta de noticias con chicha y de asuntos de actualidad que analizar (últimamente estos no se prodigan) sólo queda rememorar cosas sin mayor importancia: asuntos de violaciones, de invisibilización, de síndrome de Estocolmo, de huelgas de hambre y pelusillas por el estilo.
La teoría y la ley nos indican que una persona tiene que tomar la decisión consciente de percibir la asistencia personal necesaria para llevar su vida independiente. La misma teoría y la misma ley dicen que una persona tiene que tomar la decisión consciente y libre de ingresar en un centro residencial para llevar su vida. En la práctica, esto de la toma de decisiones libre y conscientemente para las personas discriminadas por nuestro funcionamiento no se contempla mucho. En muchas ocasiones, las decisiones las toman otras personas menos vulnerables y esto no está mal visto. Ya se sabe que “del dicho al hecho hay un gran trecho” y también que “quien hace la ley hace la trampa”.
A nivel personal, como persona vulnerable por ser como soy, la historieta que les contaré no merece ni siquiera una chimenea ni nada por el estilo. Verán, existe una diferencia entre las veces en que sucede la institucionalización forzosa (conozco algún caso) y la voluntaria, que fue la mía. Después de pasar un año yendo a rehabilitación en el hospital de mi ciudad (tres horas de viaje, esperas y quince minutos de fisioterapia) se acabó el chollo. El panorama que se presentaba ante mí era doble: o bien me quedaba en mi casa a verlas venir tras una rehabilitación que, todo hay que decirlo, dejaba mucho que desear, o me trasladaba de Málaga a Madrid a un centro en el que me repararían dejándome en condiciones para enfrentarme a los embates de la vida.
Ni corto ni perezoso fui al centro de referencia de Madrid olvidando que cuando salgo de mi entorno me llevo conmigo un estreñimiento importante. Ya me ocurrió lo mismo cuando fui al servicio militar y no fui capaz de ir al servicio (el otro) durante cinco días. Claro que en el lugar donde serví a la patria dando barrigazos al excusado se le conoce por “tigre”. Uno no iba a hacer sus necesidades fisiológicas al aseo, uno iba al tigre.
Tras esta digresión procuraré centrarme en la última noche de los cinco primeros días que estuve en el centro de referencia de Madrid. Por intentar ser breve sólo diré que esa noche llamé a la auxiliar de enfermería que estaba de guardia para que me llevara al servicio a vaciar el depósito de atrás. Tras sus malos gestos y muecas, contando yo con el apoyo de la otra auxiliar de enfermería, mi encanto personal, mi poder de seducción y mis dotes explicativas (“¡que me cago!”), los tres convinimos en que lo más sensato era ayudarme a ir al “tigre”. Sobra decir que, con el cabreo y los nervios por las nubes no me logré quitar el peso de encima causante del incidente.
A la mañana siguiente, pasado el mal trago nocturno, planté un bosque entero con fertilizante rotundo. Al poco tiempo se presentó una inspectora del IMSERSO para informarse del suceso y tomar las medidas oportunas ante la denuncia o queja presentada por la segunda auxiliar de enfermería. Con toda sutilidad me llamó aparte a voces susurrando que quería aclarar lo que había pasado la noche de marras.
En las residencias las noticias, o todo lo que se salga de lo normal, vuelan. Supongo que el corporativismo que se da entre compañeras de oficio es común en cualquier sector. Así que no debe extrañar que las auxiliares de enfermería tomaran inmediato partido por su compañera en lugar de con “la otra” que, después de todo, solo había pasado allí unos pocos días de prácticas.
Por aclarar, desapareció la inspectora e instantáneamente recibí la visita de otra auxiliar de enfermería que se interesó por si me había ido de la lengua y que insistía en la locura y el rencor que albergaba la denunciante. Le tranquilizó mucho saber que no me había convertido en un chivato. Todo seguía en orden.
La anécdota no es gran cosa, aunque el IMSERSO pensara lo contrario, pero da a entender las reglas que rigen un centro residencial. Igual alguien de ustedes haya oído hablar del síndrome de Estocolmo por el que la víctima simpatiza y hasta protege a su agresor. Yo tengo mis serias dudas de que ese fuera el caso. Más bien pienso que un individuo que va a vivir en un lugar entre seis y dieciocho meses crea un mecanismo de defensa, consciente o inconscientemente sabiendo que va a compartir espacio con un grupo de personas que saben al momento tus reacciones, tu tipo de comportamiento, si eres de los que se van de la lengua, o si eres más o menos dócil ante el poder.