La brigada del folio

No utilizo con mucha frecuencia el transporte público de mi ciudad. En ocasiones me ha dejado en la estacada y prefiero evitarlo tanto como puedo. Sin embargo, hace pocos días, y no sé si por casualidad o no, subí con la ayuda de mi asistente personal al autobús de línea. Por suerte o por el buen hacer de la empresa, la rampa de ascenso y descenso se desplegó con normalidad y yo no tuve problemas para subir al vehículo. Después de efectuar alguna maniobra más o menos compleja con mi sofá, me coloqué en el lugar reservado a quienes vamos en silla de ruedas. (Un breve inciso: parece que la accesibilidad a un vehículo o edificio viene dada por tener o no tener una rampa. Tengo que decir que esto no es en absoluto cierto. He sido testigo, y a veces víctima de lugares que tienen rampas con desniveles imposibles, simulacros de rampas que no llegan al suelo, o lugares con rampa pero demasiado estrechos para que yo entrara. Estos amagos de acceso son deprimentes, muy deprimentes). Pero volviendo a la jornada en la que ¡albricias! viajé en el autobús, se sucedieron las paradas en el camino, con la pequeña anécdota de que en una esperaba una pareja de presuntos viajeros con silla de ruedas, y en otra había un señor con silla de ruedas totalmente equipado para montarse y realizar su trayecto. ¡Horror de horrores! Sin duda, un trío de descerebrados.

Es decir, había cuatro personas en sillas de ruedas dispuestas a pagar como el resto de transeúntes y sólo un sitio medianamente adecuado a sus necesidades. Por fortuna para mí, yo era el privilegiado que ocupaba tal espacio y lo iba a defender con uñas y dientes si hacía falta. En cambio, mi mezquindad no se mostró en todo su esplendor y me giré lo justo y necesario para permitir que una segunda persona compartiera o compartiese mi inviolable sitio y pudiera o pudiese llegar a su destino. Tengo que confesar que me jugué el tipo por una desconocida, poniendo en riesgo mi seguridad personal al colocarme de forma lateral a la marcha, en lugar de en la misma dirección que viajábamos, como bien indicaban las señales. También es verdad hay autobuses en los que el viajero en silla de ruedas se tiene que colocar de espaldas a la dirección del viaje. Finalmente, éramos dos las personas que íbamos en un lugar reservado a un viajero y dos las personas que tuvieron que aguardar a los siguientes coches para viajar en ellos.

El punto es que a mí no me gustan los privilegios sino que se cumplan los derechos. Por desgracia, aunque a mí me parezca injusto que dos personas se queden sin viajar por sus ruedas, creo que no hay nada de ilegal en ello. Algunos estamos contra las cuotas en este asunto, y demandamos con la fuerza de nuestro folio que la accesibilidad debe estar disponible para todos, en caso contrario no hablamos de accesibilidad. Pónganse en mi pellejo por un momento e imaginen que a nuestra magnífica flota de autobuses sólo pueden subir cinco mujeres, o siete personas de raza negra a la vez. Aparte de ser algo impensable e indefendible, en lugar de asumir la situación y conformarse como Dios manda, en seguida surgiría alguna Victoria Kent o alguna Rosa Parks de turno protestando por la desigualdad y discriminación de la que eran objeto. Se habría liado una bien parda.

En este sentido, mi opinión sería que habría que cambiar la Ley, pero claro, reconozco que yo sería extremadamente subjetivo y al instante se notaría de qué pie cojeo aunque escondiera el plumero. Por el momento, y por el bien común (nosotros no contamos), habrá que seguir mostrándose dóciles.

En otro orden de cosas, no hace mucho que un profesor insistía en que los discriminados por nuestro funcionamiento nos estábamos acostumbrando rápidamente a vivir la buena vida con esto de la asistencia personal. Y no es que hagamos nada excepcional, salvo hacer uso del bus o ir a la cafetería de la universidad. Únicamente intentamos llegar a la igualdad de oportunidades. Pero va a ser que no.

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