La paz de los lagartos

lagarto

 

¡Volved a vuestra casa
bajo el pueblo de grillos!
¡Buenas noches, amigo
Don Lagarto!

Ya está el campo sin gente,
los montes apagados
y el camino desierto;
solo de cuando en cuando
canta un cuco en la umbría
de los álamos.

El lagarto viejo (1920). Libro de poemas, Federico García Lorca.

 

A J.V.F., in Memoriam.

Autotomía

Hay lecturas a las que sólo me lleva Fuka, mi perra, en cuya cabeza hay un mapa de todas y cada una de las madrigueras de lagartos que se reparten por nuestro recorrido diario por el monte. Sabe de una en la junta del puente que cruza la autopista, de otra en la cuneta donde el temporal tronzó un árbol, de otra más en la cuneta frente al viñedo grande y también en la entrada de la finca de Vicente, el guardia. Mirándola de reojo mientras caminamos a la sombra de pinos y robles, observo cómo las ubica ya de lejos, por si algún verde adorador del sol ya estuviese encarado a él, y cómo una vez allí olfatea hierbas y suelo no sin cautela, con sigilosa prudencia y hasta donde le permite el largo de la correa. Y aunque llevarla sujeta a mi silla de ruedas me pone en riesgo de convertirme en un carruaje arrastrado por una cabra de aspecto perruno, con ello he frenado en más de una ocasión sus bruscas acometidas instintivas por capturarlos. A veces me engaña oliscando entre helechos y la hojarasca a pie de los castaños, rascando cuidadosa y taimada para, inesperadamente, asustarme lanzándose como un rayo sobre algo que siempre se escurre y desaparece veloz. De momento he evitado destrozos en esas casas, poco menos que un agujero disimulado entre el brezo y las jaras, y nunca ha lesionado a ninguno de sus moradores. Incluso por sus gestos he adivinado una leve repugnancia y cierto alivio dejando marchar a esas criaturas sinuosas. No puedo decir lo mismo de alguna que otra lagartija algo lenta y despistada… sobre cuyo cadáver blandengue acaba restregando el cuello, ufana, bailando panza arriba una danza bárbara, guerrera, quizás impregnándose de olores de camuflaje para alguna batalla que no tendrá lugar.

Es sabido que las lagartijas comunes y muchos lagartos, tienen la capacidad de desprenderse o romper su cola rehuyendo el ataque de un depredador. Optan por quebrar sus vértebras y abandonar un pedazo de su cuerpo para salvar la vida. Sobrevivir, aunque sea lastrando pedazos de uno mismo. Pero leyendo sobre esta peculiaridad se descubre que esas vértebras caudales no se regeneran, que en realidad todo se compensa con una nueva extensión cartilaginosa sustituyendo lo perdido.

Así, a vueltas con los lagartos y con la incómoda y desatenta actitud que siempre me vence leyendo en una pantalla, recientemente caí en cierta confusión por paronimia entre los vocablos autotomía y autonomía, y por un instante me engañé entendiendo que esa capacidad de auto-mutilación de los lagartos la denominaban, también, autonomía. A primer golpe de comprensión no era tan disparatado… A menos cuerpo, menos masa capturable y menos dependencia de lo que puede ser prescindible y así escurrirse hacia la supervivencia. Tener autonomía incluso haciéndose añicos para seguir respirando. Así pues, en el renacimiento de un lagarto auto-mutilado la cola regenerada no posee vértebras, de igual modo que no todo agujero es casa segura si para Fuka estos viven en oquedades mal disimuladas, llenas de olores que invitan a la caza, bajo ese pueblo de los grillos que conocía F. García Lorca.

Madriguera

Creo que J.V. experimentó muchas autotomías a lo largo de su vida. Tal vez por eso, al saber de su muerte, no he podido evitar asociarle con uno de esos lagartos altivos, gota de cocodrilo, que yerguen su cabeza y el pecho desafiante al sol, próximo al frescor de su agujero. Esos que rehuyen el combate con mi perra y caminan como arrastrando la barriga, raudos y patosos de finas uñas y dedos, reorientando su posición a medida que la estrella muda su lugar.

Tengo un vago recuerdo de él, un hombre de gran estatura encajado en el armatoste de una de aquellas sillas de ruedas de hace más de veinte años que ya entonces impulsaba a duras penas. Resulta inimaginable, pero a fuerza de la obviedad trato de entender que todo ese tiempo, toda una vida, transcurrió para él internado en uno de esos lugares que lustran las memorias anuales del Ministerio de Asuntos Sociales, una de tantas instituciones del archipiélago Gulag que motean el mapa del olvido para las personas con diversidad funcional. Creo que fue allí donde inició una relación de pareja con otra residente y hasta creo recordar también que una de las veces que les visité ambos estaban pletóricos tras vencer los continuos y agotadores impedimentos de la dirección al tratar de vivir juntos en un mismo dormitorio, y si no me engaño, incluso a poco de poder añadir estanterías y lograr pintar las paredes de su habitación de otro color que no fuera el blanco oficial institucional. Imagino que en la vida intramuros también compartieron esa mutua autotomía, un lento y silencioso deshacerse de porciones de vida que en un internamiento, sin opciones, se trocan en lastres, pesos que pueden hacer naufragar la vida que resta. Quizás todas esas renuncias, esa resta aniquilante del espacio en el que poder tenderse bajo el sol acotado de una institución, contribuyeron a su divorcio. El fallecimiento de ella tiempo después seguro que fue de esas dentelladas que cercenan espíritu y cuerpo y te hacen irreconocible ante el espejo, mutilado, minúsculo… Al parecer, enfermo y envejecido, sustituyó su exposición al sol a poco más que al resplandor de la pantalla de un ordenador, un universo supletorio que si bien no era como el mundo circundante que otros podían entender, al menos era un brillo dentro de la madriguera. Me es muy difícil, sin embargo, poder imaginar el encallecimiento de la mente de un reo sin condena internado de por vida, representarme esa atrofia social que malquista cada pensamiento y las renuncias, todos los abandonos del equipaje que va quedando por el camino, la indiferencia por las pertenencias más sustanciales que otros apartan al paso.

Guiando a impulsos incontrolados su silla de ruedas automática hasta un ascensor del laberinto de la madriguera, me cuentan que la ataxia de Friedreich sumó sobre él el peso que venció su cabeza contra su pecho imposibilitándole alzarla para poder utilizar la botonadura. Puede que quizás, tras unos giros infructuosos, desistiera. Y allí permaneció, olvidado, hasta que le hallaron para escandalizarse de su necedad, de su autonomía, que al final sólo le había servido para verse inerme, solo, en un elevador. Y habituados a apartar con el pie las pertenencias vitales, la silla le fue retirada para evitar nuevamente la inquietante escena de poder volver a verlo inmóvil y vencido en la cabina de un ascensor.

Me cuentan que ya no quiso hacer más renuncias, más autotomías, que apartado su cachivache, su renuncia fue solo la negativa a todo, a un “no quiero” que seguro que a nadie desalentó. Los achaques y la rapidez con que las enfermedades envuelven como una hiedra veloz a quienes quedan cuerpo a tierra, debieron hacer el resto.

No es habitual, pero al giro del monte hacia el otoño, apenas sin impulso vital, próximo al ribazo de la cuneta de una pista cualquiera, alguna vez he visto algún lagarto inmóvil, indiferente a mi paso al aproximarme y aterido por el frío inesperado. Fuka ni lo percibe, bien por la dificultad, dicen, de que los perros capten el color verde o bien porque lo que no se mueve no tiene interés.

Autor: Juan José Maraña