Es evidente que para que se suscite un cambio social debe existir un clima de alarma social que lo propicie. En algunos casos ese clima se da y en otros, por ser anticiclónico, pasa inadvertido. Con todo, el movimiento que genera resulta fundamental e indispensable para que se produzca cualquier transformación en nuestra sociedad. Hay situaciones que auspician esa alarma y, por tanto, esa necesaria evolución. Lo cierto es que en tiempos de calma no se dan tantos cambios como en momentos de ebullición.
Un claro ejemplo de este clima de alarma han sido los detestables casos de violencia de los pistoleros de la banda terrorista ETA. El removerse las conciencias causó unas medidas gubernamentales que han llevado a su debilitamiento y a la nueva percepción social que distingue víctimas de verdugos.
Un caso puntual de gran calado tuvo lugar con el desastre ecológico provocado por el naufragio del Prestige en las costas gallegas, evento desde el cual muchos se percataron definitivamente de la importancia para todos de proteger nuestro medio ambiente, hogar que todos compartimos. Quizá aquí se detectan las secuelas permanentes que determinados sucesos dejan como herencia. Mal que bien, ese auténtico holocausto encontró su leve lado positivo en que despertó a muchas mentes de su sopor.
Se podrían mencionar otras numerosas muestras del desperezar de nuestra sociedad por un suceso que lleva al deseable cambio social (pienso en los GAL y el control ciudadano sobre la clase política que ejercemos desde entonces) como el movimiento por la igualdad racial que se empezó a fraguar en los Estados Unidos cuando la joven Rosa Parks se quedó sentada en un lugar del autobús exclusivo hasta entonces para viajeros blancos.
Por tanto, situaciones puntuales o continuadas han servido como detonante a la hora de que nuestro mundo evolucionara en diferentes ámbitos. Dicho lo anterior, es menester ahora mencionar que, por incontables que hayan sido hechos calamitosos perpetrados contra las personas con diversidad funcional como colectivo o de manera individual, ese clima de alarma y peligro conducente a la evolución racional y cambio efectivo y eficaz en nuestras vidas y entornos no se produce ni atisba.
Únicamente se percibe en lugares determinados, el paso de la muerte física a una dolorosa muerte social. En este brutal escenario es imposible pretender establecer una inexistente equidistancia entre cualquier otro delito y los causados bajo el pendón estatal contra individuos con diversidad funcional, poco menos que acostumbrados a fuerza de palos a sufrir el escandaloso escarnio de la discriminación perenne.
En referencia al síndrome de Estocolmo y relaciones afectivas o de dependencia entre víctima de un secuestro y verdugo, en psicología se ha acuñado la expresión “indefensión aprendida” para destacar justamente el sometimiento del agredido a la voluntad del agresor por la perseverancia, intensidad o duración del acto delictivo.
Puede que esa indefensión aprendida sirva en parte para entender, que no justificar, la autocomplacencia de la población en general y de muchos sectores de la diversidad funcional ante las injusticias contra este grupo concreto.
Me asalta la cuestión de cuál será la gota que, colmando el vaso, desencadene la bombilla de alarma y el cambio necesario para el empoderamiento de las personas con diversidad funcional.