Reciente y no tan recientemente se han venido produciendo actos llenos de maldad difícilmente justificables. En sucesos como los que voy a enumerar a continuación se amparan leyes, decisiones ajenas al sujeto y costumbres más o menos ancestrales para privar a gente de su status de ciudadanía. En muchas ocasiones estas arbitrarias actuaciones se dan por la impertinente e indecorosa asimilación del mal, de la maldad, con la enfermedad mental o trastorno de la salud mental.
Porque al escuchar la noticia de que una persona encañona en el pecho a un empleado de un banco con su rifle todos tendemos a exclamar que el que empuña la escopeta está loco de remate, o loco de atar, o como un cencerro, y esto puede o puede no ser veraz. Lo que tampoco es normal, en mi opinión, es que inmediatamente adjudiquemos a la locura de un sujeto unas acciones escasamente cabales.
Se me vienen a la cabeza diversos actos más o menos recientes que nos hacen dudar del correcto funcionamiento de la mente de un individuo. Ha sido notorio el secuestro de un avión en Egipto con la particularidad de que el secuestrador se llegó a hacer una fotografía de recuerdo con un secuestrado. Cada día son más frecuentes los tiroteos en Estados Unidos, producidos por la policía, adolescentes, o niños. También hay que recalcar los actos de terrorismo que azotan la sociedad actual y a los que no encontramos ninguna explicación coherente. Ante los numerosos actos de violencia de género nadie sabe muy bien cómo reaccionar. Incluso hace poco tiempo un hombre incendió su casa intentando quitar de en medio a su mujer y sus cuatro hijos.
Hechos como los citados anteriormente no deben quedar sin castigo. A estos o similares sucesos se les puede poner la etiqueta que nos apetezca: “irresponsables, bárbaros o simplemente malos” son algunas. No obstante, hay que tener sumo cuidado con achacarlos por principio a diferentes trastornos de la salud mental. Debemos ser capaces de discernir entre una barbaridad sin más, y un acto provocado por una enfermedad, trastorno, o lo que sea.
En ocasiones nos resulta muy complicado encontrar un motivo coherente a determinadas acciones. En mi humilde opinión, la salida fácil es endosarle la misma a un determinado trastorno o patrón clínico de comportamiento que puede ser agravante o atenuante de lo cometido. Las personas con trastorno en su salud mental son mucho más propensas a recibir violencia por parte del resto de la población que a generarla. Toda generalización resulta insana.
El modo en que actuamos las personas que no consideramos tener ningún tipo de trastorno mental, causa por nuestra actitud, barreras adicionales a la inclusión de este importante colectivo de personas. Al generalizar, les dificultamos emprender una vida independiente en igualdad de oportunidades con los demás. Resulta demasiado difícil ejercer derechos básicos como el acceso y permanencia en la vivienda o el empleo como para que lleguen unos desconocidos a juzgar sin conocimiento preciso a estas personas. Nuestra actitud inconsciente puede agravar la situación de salud y convivencia de algunos individuos.
Aunque nuestra actitud deshumanizadora de temor a lo diferente y aparentemente peligroso sea, hasta cierto punto, explicable por atávicas costumbres y tradiciones, la repercusión de nuestros inconvenientes talantes ha llegado a entrar en el ámbito del derecho. Así, resulta legal y casi razonable la nueva prisión permanente revisable en asuntos de este calado, la privación del voto de acuerdo con la Ley Electoral General (LOREG artículo 3), la privación de la adopción de niños, la de formar una familia, o la de dar y recibir dinero en préstamo.
Pese a que se han intentado poner controles a estos desmanes (decisiones judiciales y médicas) sin consultar a los afectados, nuestras costumbres están tan arraigadas que no es muy difícil machacar la vida de estas personas, cuya imagen queda estigmatizada para siempre con nuestro dedo acusador. De este modo profundizamos en el desvaído lodo en el que habitan esos “renglones torcidos de Dios” y, ya que estamos, contribuimos al incumplimiento de una ya de por sí descafeinada Convención de Derechos Humanos.
Autor: César Giménez Sánchez