Se produce una inquietante y frecuente pregunta trampa cuando alguien se dirige a un “privilegiado” y le inquiere si de verdad le gusta la asistencia personal. Eso es tan tramposo, bajo mi punto de vista como cuando se le pregunta a un niño pequeño si quiere más a su padre o a su madre. En la mayoría de los casos, el niño pondrá cara de desconcierto y, lleno de estupor, no será capaz de contestar salvo balbuceando algún sin sentido.
Continuando con la primera cuestión, resulta una fullería tan inmensa como dirigirse a alguien preocupándose por si le gusta su silla de ruedas. En cuanto a lo que algunos todavía se refieren como al “carrito”, no es que estéticamente sea gran cosa, para mi gusto. Es verdad que, dentro del «apasionante» mundo de las sillas, las hay más pesadas y más ligeras, más voluminosas y más pequeñitas, con ruedas más grandes y más chicas, a motor (que no “eléctricas”, aunque realmente son propulsadas por baterías eléctricas, o sea que técnicamente no está mal la denominación silla eléctrica, aunque ese nombre tiene otras connotaciones que no hacen aconsejable su empleo), o manuales (la segunda silla que yo tuve llevaba la etiqueta de “autopropulsada”: mentira podrida porque esa palabra no significaba que el aparatejo se impulsara a sí mismo, sino que el afortunado mendrugo que iba deambulando sobre ella estaba también a cargo de darle los preceptivos sudorosos achuchones para desplazarse del punto A al punto B), también las hay de vivos colores o de colores más bien apagados, con más o menos autonomía eléctrica, más duraderas, recias, aptas para hacer deportes, etc.
Como vemos, la variedad en cuanto a sillas de ruedas es bastante amplia (un catálogo de sillas es un somnífero excelente recomendado por varios estudios de prestigiosas universidades americanas, es broma), no como el mini-panfleto de opciones de vida independiente a nuestra disposición (NO es broma). Algunas sillas se escogen de acuerdo a las preferencias del consumidor dependiendo de sus necesidades (entorno físico, distancia a recorrer). Supongo yo que habrá de todo, pero gustar lo que se dice gustar a alguien una silla de ruedas no lo tengo del todo claro.
Beneficiosa sí es, eso no lo voy a negar. Facilita la movilidad, mejora la salud del usuario y desde luego le proporciona una autonomía personal de la que, de otro modo, carecería. Pero la pregunta sobre los placeres visuales que confiere me parece tan extraña como si a mí me realizaran una encuesta similar sobre las virtudes estéticas del destornillador. Sin duda, la silla de ruedas es un recurso técnico que proporciona cierto grado de libertad a quienes no podemos caminar. Es mejor tener una a no tener ninguna.
Regresando a la frustrante materia del placer que daría la asistencia personal suficiente y digna para todas las partes implicadas, en esta ocasión afirmo que no se trata tanto de gustos como de necesidades que exigen resolverse obligatoriamente. Con los ojos cerrados repito que es mejor tenerla que no tenerla. Personalmente los asistentes personales que tengo no me producen un placer estético enorme ni menos enorme. Como acabo de decir, no se trata de eso.
Salvando la inmensa diferencia entre un objeto (silla de ruedas) y un ser humano con sus derechos, obligaciones y sentimientos, no dejan de ser gratificantes herramientas para que el consumidor de estos recursos alcance (o se aproxime) a la vida independiente. El dilema sería más bien qué bienes y servicios facilitan la vida independiente a los individuos situados en los márgenes de la sociedad por su diversidad funcional.