Rompiendo la baraja con impunidad

Admito que, pasados los 40 años de edad, me da un poco de vergüenza vivir en el domicilio de mis progenitores. En principio no le encontraba justificación alguna al asunto. No es de recibo vivir a costa de los favores continuos que me hacen los padres, hermanos y amigos. Pero en realidad sí que hay una justificación. Y la encontré cuando me formulé la siguiente cuestión: ¿Cuál es la otra opción?

En realidad hay varias opciones. La más radical e impensable sería dejar de vivir y de ese modo liberar a todo el mundo de la carga económica, social y emocional que supone tener que convivir o relacionarse con una persona discriminada por su funcionamiento. Pero como digo, la solución “tiro en la boca” no entra ahora mismo dentro de mis planes. Otra posibilidad es la de admitir que mis dificultades son suficientemente severas como para que no haya necesidad de ejercer esa carga sobre mis seres queridos y entrar a alojarme en un centro penitenciario, quiero decir residencial, donde evitaré esa sobrecarga a muchas personas al tiempo que proporcionaré empleo a otras, desconocidas por el momento, pero de cuya profesionalidad no tengo motivos para dudar.

También cabe la posibilidad de que fuera a un centro de día para hacer diversas actividades propias de la gente como yo tan productivas como coser botones, enhebrar el hilo dentro de una aguja u otra actividad por el estilo. Lo último y quizá lo más rentable para mí, como ya me sugirió una trabajadora social allá por 2.007 cuando vino a casa un día a hacerme el plan individualizado de atención (PIA en el argot de las siglas de la Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia), sería contratar en negro a una persona que por una porquería de sueldo, sin estar dada de alta en la seguridad social, sin derecho a vacaciones, sin derecho a cobrar por baja de enfermedad, etc. hiciera lo que yo deseara en cada momento. Imbécil de mí, en ese momento quise ir por lo legal y respetar unos derechos que creo que el trabajador merece. Por lo demás, yo creo ahora, igual mañana no, que hacer las cosas bien cuesta tanto como hacerlas mal.

De ese modo opté por la asistencia personal en lugar de por la paguita (la paga al cuidador o cuidadora de mi entorno familiar). En todo caso el conocimiento de poder elegir entre lo malo o lo peor no proporcionaba ningún consuelo.
Además, la persona que yo eligiera para hacer las labores de la asistencia personal debería pasar un examen bastante severo.

La serie de preguntas que tenía que responder satisfactoriamente consistiría en afirmar que no le importaba verme como Dios me trajo al mundo a pesar de la cantidad de vello que recubre mi cuerpo. La primera pregunta la contestó correctamente, y con las prisas se me olvidó hacerle el resto del importante examen cuyas cuestiones resumiría ahora así: ¿sabes conducir y tienes el carnet de conducir al día? ¿Sabes escribir en el ordenador sin cometer demasiadas faltas de ortografía y a una velocidad adecuada? ¿Puedes entender mis palabras? (Tengo que decir que hablar como las reinas no es lo mío). Pero como se me olvidaron las preguntas en su momento, no es menester aburrirles con ellas en éste.

Esto de la formación de la persona que trabajaría en las labores de asistencia personal para mí se podría convertir en un autentico problema, lo cual no ocurrió por suerte. Pero todo este largo y complejo proceso de selección suscitó un par de preguntas más en mi interior, algunas de las cuales continúan sin respuesta. Una de ellas por ejemplo es la de saber quién ostenta el poder sobre mis decisiones en cada momento. Y la segunda cuestión supone la duda de quién se convierte en cuidador de quién: si la persona que me asiste de mí, si yo de ella, o bien si cada uno del otro, o si ninguno de ninguno.
Aparte del tema de la formación, evidentemente hay una cuestión política en la que se inmiscuyen demasiados intereses económicos como para que yo sea capaz de resolverlos.

Porque además de la falta de voluntad política para fomentar la vida independiente removiendo los obstáculos y barreras existentes y promoviendo una asistencia personal justa y digna para quien de todas formas la necesitamos, además del desdén, ineptitud o malicia de nuestras autoridades respecto a este asunto, existen otra serie de intereses empresariales legales, faltaría, y con corbata de marca (y no quiero señalar ni a Sanitas, ni a seguros Caser, ni a Mapfre, ni a tantos otros del sector inmobiliario de la geriatría porque me faltaría papel) que se oponen a la libertad de personas en desventaja sea por edad, por diversidad funcional o por cualquier otro motivo e hipnotizan a toda la población.