La penúltima: bueno, en realidad la cosa viene de atrás. Hace tiempo, años, cuando todavía no teníamos metro; ahora podemos vacilar de que el nuestro es bien chulo aunque es un pecadillo venial (la mentirijilla y el tren urbano), vinieron unas personas de la Consejería de Fomento para convencer al personal hostil de Málaga de las bondades de contar con este servicio. La opinión de la Junta de Andalucía era que, por el centro, debía ir por la superficie y despacito entre otras razones porque así nos resultaría más barato, disponible, y eliminaría mucho tráfico rodado de las calles céntricas de nuestra ciudad. Por contra, los contrariados malagueños, quizá convencidos de antemano por el ayuntamiento, preferían que fuera bajo tierra, acumulando este servicio a los ya existentes de las líneas de autobús y las carreteras colmadas de vehículos privados que atraviesan cada día bostezando nuestro pueblo. A todo esto hay que añadir la pregunta del millón: ¿y las procesiones de Semana Santa?
Lo cierto es que, fuera por arriba o por abajo, a mí lo que me interesaba era poder subir y bajar del vehículo y viajar tranquilamente en el mismo con seguridad. Lo cual no implica que no me preocuparan el impacto económico, histórico y temporal que la obra podía acarrear para la ciudad, la autonomía, el país, y Europa. Por lo tanto, pese a que mis intereses fueran variados, me limité a formular una cuestión relativa a la accesibilidad a los vagones y estaciones.
Naturalmente mi pregunta no provocó ningún revuelo en la sala (tampoco lo pretendía ni lo esperaba). Lo que para mí supone y suponía una materia de vital importancia, al resto de la audiencia, que no era poca, le traía sin cuidado vigoroso. Acostumbrado a la indiferencia esperé la contestación. Fue algo parecido a lo que sigue:
No te preocupes, chaval. Hemos seguido las directrices marcadas por la normativa vigente y está todo en orden. Además, para asegurarnos, le hemos consultado a la ONCE desde donde se nos dice con rotundidad que el 99 por ciento de las instalaciones son plenamente accesibles.
Después de salir del lugar de celebración de aquella gélida velada, una muchacha se me acercó para insistir en las bondades que para las personas normalmente excluidas de la participación social por nuestro funcionamiento tendría la nueva construcción. Ni en aquel momento ni hoy acabo de entender aquella insistencia, me confunde un poco e irrita el afán por convencer a destiempo de temas que deberían darse por supuesto. Yo simplemente quería llegar a casa sin contratiempos para calentarme los pies. A mí me habían atestiguado que el resultado sería accesible y no había más que hablar.
Con el caminar del tiempo “puedo prometer y prometo” que ya tenemos un simulacro de metro (o un metro venial, como quieran llamarlo). Las calles de nuestro centro se encuentran en obras para ampliar su recorrido, pues por ahora no se extiende mucho. Años después, continúa la discusión Ayuntamiento-Junta de Andalucía acerca de dos puntos. El primero de ellos no viene al caso. El segundo consiste en la discrepancia entre ambas administraciones sobre si los nuevos tramos deben discurrir por la superficie o bajo tierra.
Este larguísimo preámbulo no viene a cuento de mucho, ocurre simplemente que el otro día me monté en este engendro y me percaté de que las maquinas expendedoras de billetes vienen equipadas con sistema braille para que las personas ciegas identifiquen las ranuras por las que se introducen las monedas o los billetes, por las que salen los mismos, y por donde sale el cambio. Para quien no sepa manejar dicho aparato (incluidas las personas ciegas), existe un camino debidamente señalizado en el suelo que conduce a una oficina donde se supone (repito: se supone) que hay un empleado vendiendo billetes de metro.
He recalcado “se supone” porque en las dos estaciones en las que me fijé no había nadie en ese despacho. Pero lo más importante a mi juicio es que, pese a que el sistema de comunicación braille está presente por doquier, para comprar un billete sencillo, de ida y vuelta, una tarjeta de billetes, o una tarjeta combinada (es decir, para poder adquirir cualquier tipo de billete) hay que pasar por un procedimiento instalado en una pantalla táctil carente de sistema de comunicación braille.
Me explico: las personas que no ven tienen que adivinar por arte de birlibirloque lo que quieren adquirir. Aparte de que se vulnera su accesibilidad y su libertad de recibir información inteligible (artículo 9 y artículo 21 de la edulcorada Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad), me alejé de allí pensando “maldita sea mi estampa, me he topado con el 1% inaccesible de nuestro súper metro”.