Recientemente mi asistente personal y yo acudimos a un centro residencial para que nos entrevistaran en una especie de taller de radio o radio comunitaria que la asociación de personas con parálisis cerebral tiene. Habíamos sido invitados con antelación y no tuvimos demasiados problemas para encontrar el lugar.
Teníamos conocimientos del asunto sobre el que iba a versar la conversación, lo cual facilitó mucho el encuentro. A pesar de lo revolucionario y “novedoso” que a muchos les puede resultar el tema de la asistencia personal, la entrevista en sí se desenvolvió de modo bastante previsible y sin ningún lugar a licencias. Tampoco era el momento ni el lugar para ponerse a improvisar ni a divagar sobre una figura laboral tan desconocida como novedosa y denostada por muchos en España. Aunque yo tienda a hablar sobre los excesivos requerimientos para ser asistente personal y para acceder a un derecho al que nos ampara la Ley, aunque yo piense que la remuneración al trabajador es tristemente insuficiente, que sus condiciones en lo referente a vacaciones, bajas, etc., no me parecía adecuado salirse del guión establecido de antemano.
Nos encontramos en esa fase de nuestra historia de dar esta figura a conocer para vender la idea de libertad que tanto nos hace falta a los individuos que funcionamos de forma peculiar. Si tenía una misión en aquella cita no era otra que la de comercial. Sólo ahora es el momento para hacer mis observaciones sobre aquel lugar.
Así que sería el momento apropiado para satanizar la residencia para personas con diversidad y para hacer lo mismo con el personal que allí trabaja. Lo cierto es que llevo un rato plantado ante la pantalla de mi ordenador sin saber muy bien si debo arremeter contra la residencia como zombi o como Satán. No soy objetivo al respecto, pero no pretendo ni puedo serlo ante las cosas que he visto y vivido. Tal es mi subjetividad hacia este tema que hasta he perdido la poca sutilidad que se supone que debería sostener un discurso medianamente cabal. Sólo puedo decir que conozco libros en los que se habla de estos centros como de “jaulas de oro” o de “cementerios para vivos”, mientras que a mí estos sitios me recuerdan al pasaje bíblico que habla precisamente de “cementerios blanqueados”. Sin embargo, me basta la imagen del pesado aire que se respiraba allí y la de los lóbregos pasillos para provocar lágrimas secas en mis ojos.
Visto entonces que hoy no toca, no me resisto a mencionar que en mi anterior empleo afirmaban: “el trabajo envilece”. Pues bien, el callo todavía no es lo suficientemente grueso como para negar que este sistema de bienestar basado en apartar de nuestra vista lo que no nos gusta, también llega a envilecer. Pero por desgracia este sistema es el que muchos defienden, algunos a capa y espada.
En este momento sobra toda alusión a los miles de millones de euros que mueve el negocio de los centros de discapacidad, a la deshumanización que sufre el verdugo y, sobre todo, la víctima. Al recluso se le despoja de deseos e ilusiones, llegando a afirmar con convencimiento que la residencia es un espacio de libertad. Que te espete esas palabras un individuo que lleva 14 años sobreviviendo allí, cuyo crimen ha sido no cometer ninguno, salvo que tener parálisis cerebral venga tipificado como tal en el código penal, hace que el interlocutor agache las orejas y la vista, y se aleje zumbando a ser posible, pero pensando que no puede ser una opción participar económica ni socialmente de tales engendros. Reclamo desde la invisibilidad una tercera casilla en la declaración de impuestos en la que se pueda marcar “para fines sociales que generen una verdadera vida independiente”.
Hay que admitir que algo bueno tienen semejantes lugares. Te rejuvenecen porque nada más entrar en ellos te conviertes o te convierten en un niño eterno, sin posibilidad de tomar decisiones relevantes en cualquier asunto. Lo malo es que no se consigue una piel tersa. Todo lo más, al regresar yo a mi domicilio, era impresionante el desasosiego que me embargaba. De cualquier modo, siempre he admitido y soy absolutamente consciente de que mis dotes de comercial no pasan por su mejor momento desde que nací.
Autor: César Giménez Sánchez