Vida Independiente y libre elección

El caso es que hasta ahora hemos fracasado quienes hemos intentado explicar que existe una inmensa diferencia entre “incluir” e “integrar”. Es decir, no es lo mismo apuntar que Periquito está incluido en la escuela que afirmar que Fulanito está integrado en la escuela. Puede que la diferencia esté bien explicada. Lo que no se puede decir es que, en tal caso, la falta de voluntad por el cambio es brutalmente opresiva. Bajo ese prisma se puede afirmar sin temor a equivocarse que un sistema de escuelas inclusivas no existe en España. Existen bastantes escuelas integradoras, y también es verdad que hay una serie de escuelas con elementos incluyentes para el alumnado, pero de eso no va esta historia.

Vida Independiente y libre elección

Quizá el fracaso venga de no haber encontrado la metáfora correcta para explicar la diferencia entre una cosa y la otra. Puede que la ausencia de voluntad por el cambio tenga igual origen o sea de una naturaleza más maligna. Opino que la distinción importa porque elimina factores de desconocimiento que no nos favorecen. Contra la naturaleza perversa de algunos, el factor conocimiento no sirve.

Por mi parte, so pena de hacer enrevesado un debate desgraciadamente inexistente, lo intentaré: imagínense una fiesta que tiene lugar en una casa. Para entrar a formar parte de ella y disfrutar del guateque tenemos dos opciones. La primera consiste en que haya una o varias personas amables dentro de la casa y que nos abran la puerta sin refunfuñar cuando llamemos para que nos acepten. Más o menos esto sería ser incluidos en la fiesta. La segunda opción estriba en que la persona que desea entrar en el sarao se vea obligada a saltar la valla del jardín, aporrear la puerta y en vista de que nadie la abre tenga que destrozarla rompiendo el cerrojo y echándola abajo. Una vez dentro, y tras vencer estas dificultades innecesarias la gente se comporta con alegría y se congratula de que ese individuo haya logrado estar con ellos. Ese sería un caso de integración. No sé si la metáfora será buena. El resultado final es que el invitado baila y se divierte como el que más, o según le dicten sus sentimientos. Sin embargo el camino recorrido no es el mismo. Abundar en subrayar las diferencias en cuanto a amabilidad, facilidad, barreras y pesos recaídos en el individuo o en el conjunto de la sociedad no es pertinente ni apropiado, por este motivo mi breve intentona acaba y fenece aquí.

Con todo lo anteriormente dicho resulta del todo fundamental conocer las diferencias entre inclusión e integración. En este sentido, habrá quien prefiera hablar de integración cuando se refiere a las personas que funcionamos diferente. Por otro lado, encontraremos quienes hablen y practiquen la sana inclusión de las personas con la estigmatizadora etiqueta “discapacidad”.
Después de todo, y si todavía queda alguien que no se haya percatado, este cuento trata de inclusión y segregación de personas con sobrenombres que nos intentan incapacitar, según el derecho internacional que se concreta en el artículo 19 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad.

Considero que una palabra como segregación no es tan chocante como la confinación en centros residenciales que conlleva. Pero es que además de ver la lluvia caer tras unas ventanas en una institución se puede sobrevivir aislado de la comunidad aunque se encuentre uno fuera de la institución. Estar en sociedad no significa necesariamente estar incluido en ella. A ese estado de alienación conduce una falsa integración en la comunidad y una errónea aplicación del artículo 19 de la Convención que aquí discutimos.

Es pues muy estrecha la vinculación entre la vida independiente promulgada en ese artículo y el igual reconocimiento de toda persona ante la ley que indica el artículo 12 de dicha Convención. Si no se da lo segundo es imposible lo primero. Pero si es complicado entender y compartir el significado de la vida independiente, más difícil lo es reconocer que todas las personas somos iguales ante la ley. Por mucho que nos cueste admitirlo y comprobarlo no existe persona con “discapacidad” suficiente como para no poder elegir libremente, con los apoyos necesarios eso sí, el tipo de vida que quiere para sí misma.

Esa afirmación puede tacharse de buenista o utópica y hasta de irreal. Sin embargo, lo escrito, escrito está. Así, no se trata tanto de apelar a una fe más o menos frágil como de atenerse a los hechos que apuntan a que con los apoyos necesarios, por copiosos que resulten, la libre elección está al alcance de cualquier persona.

Regresando al concepto de vida independiente, no se trata de que alguien se despoje de sus vestimentas y, con un taparrabos, se lance a vivir en el monte aislado del resto de la sociedad y llevando una vida plenamente silvestre. Quien tenga eso en mente comete un error de bulto que sólo conduce a la calamidad más espantosa. En cambio ya hemos señalado que vida independiente tiene mucho que ver con libertad de elección. A día de hoy, para muchos individuos con necesidad de apoyos externos para realizar acciones, tal libertad de elección no existe.

Si el instrumento más avanzado para lograr el derecho a la vida independiente es la asistencia personal, su implantación debe ir acompañada del inmediato y ordenado cierre de residencias de cualquier naturaleza y tamaño. Del mismo modo que la inclusión se logra aplicando unos métodos, estos han de supervisarse e ir de la mano de la desinstitucionalización.

Con la mirada fija en nuestra igualdad de oportunidades, y mientras deberíamos estar hablando con nuestros semejantes del empleo, la educación o las tecnologías de la información, asuntos de menor calado como tres escalones o la asistencia personal nos atenazan y aíslan.