La inexistente superación social de la discriminación por «anormalidad»

Este fin de semana he leído con detenimiento y atención una nueva historia de un chico paralítico de nacimiento y cuyo afán de superación le ha llevado a alcanzar metas para muchos impensables. En ocasiones estas narraciones de lucha y superación personal nos hacen ver una parte de la realidad que no se corresponde con la otra. Y cuando hablo de “en ocasiones” quiero decir “casi siempre”. La proliferación de historias de este tipo llegan a convertirse en un auténtico fastidio frente a la invisibilización de la otra cara de la moneda, de quienes no se plantean subir al monte más alto ni correr más rápido que nadie sino simplemente convertirse en un ciudadano de pleno derecho que pueda desarrollarse y desarrollar su vida sin la constante necesidad de demostrar nada a nadie.

Personalmente me alegra el éxito personal de este individuo tanto como me alegraría el éxito personal de cualquier otro individuo desconocido para mí excepto por las páginas de un medio de comunicación. El que en ese medio se subraye que a los 17 años ya ha realizado un montón de hazañas tales como jugar al baloncesto en la selección absoluta de jugadores anormales, claro está, bucear, hacer natación, salir en un spot publicitario o haber escrito un libro está todo ello muy bien en términos absolutos, pero si lo comparamos con los padecimientos del resto de la población anormal nuestra visión puede variar un poco.

De nuevo, y esto ya empieza a resultar sospechoso, se repite la falaz idea de que si quieres puedes. Como se dice ahora “tenemos que desaprender”, tenemos que olvidar o hacerle caso omiso a esa moto que nos quieren vender a toda costa. Simplemente no es cierto que con nuestro esfuerzo y buena voluntad podamos hacer cosas que nuestro cuerpo y la sociedad nos impiden llevar a cabo. Pondré un ejemplo para intentar ilustrar esta idea: hipotéticamente sucede que a César le pirra Claudia Schiffer, quiere a toda costa llevarla al huerto a recoger aceitunas. Pueden ocurrir varias cosas en caso de que se produzca un encuentro entre ambos. Quizá Claudia le diga a César, “tómame por favor”, lo cual es harto improbable. A lo mejor ella le manda a él a freír espárragos con las palabras que sean. Igual ella le arrea un guantazo por descarado y maloliente. Lo mismo se cruzan y no intercambian ninguna palabra.

Volviendo a la patraña de “si quieres puedes” vemos que lo más probable es que por muy seductor que me vuelva, por muchas armas que emplee, Claudia y yo nunca iremos a recoger aceitunas juntos en mi huerto por mucho empeño que le ponga. Del mismo modo, si una persona es parapléjica no puede caminar por mucho que lo desee. Cuando alguien es ciego no puede ver por muy sugerente que sea el panorama ante el que se encuentra. Lo malo es que desafortunadamente esa píldora se la ha tragado la mayoría, que compra el cuponazo y blanquea su conciencia.

Cuando alguien vive encerrado en una burbuja y conoce solo parcialmente la realidad suceden estas cosas. Parece que aleccionar al prójimo se convierte casi en una obligación. Si además el grupo Vocento publica desde su púlpito esta clase de adormecedores relatos se logra un efecto balsámico e hipnótico de grandes dimensiones. Entre eso y el empuje proporcionado por la entidad que le patrocina y a la que nadie en España le puede discutir nada sin ser crucificado a cambio, el retorno a un estado de beneficencia con el beneplácito de toda la clase política y amplios sectores de la población está asegurado.

Sin embargo, a estos relatos de esfuerzo y superación personal se contraponen numerosas narraciones llenas de discriminación, segregación, marginación, pobreza y exclusión por motivo de ser anormal. Esa es la cara menos amable de una moneda que solo se nos muestra parcial y sesgadamente.

Mientras tanto, las historias de esfuerzo y superación social y política están cerradas por vacaciones indefinidas. El que esas historias brillen por su ausencia y no salgan a la luz, simplemente porque no existen no deja de ser preocupante, muy preocupante. A lo peor, hemos pasado demasiado tiempo untando de mantequilla la tostada-moneda para que siempre caiga al suelo del mismo lado. A lo mejor Murphy tiene razón cuando afirma que si algo puede ir mal, irá peor.