¿Defiende la LEPA los derechos humanos de alguien?

Última y penúltimamente se ve la defensa de la Ley 39/2006, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia como un bastión indispensable de resistencia a ultranza de los derechos humanos de las personas más vulnerables. Ignoro si alguien se ha detenido a observar el contenido de la cartera de servicios que ofrece dicha ley. Yo he visto esa norma y, aparte de sus numerosos defectos en cuanto a financiación y otros aspectos técnicos e ideológicos, noto que, en su mayor parte, no sólo no defiende los derechos de promoción de la vida de las personas discriminadas por nuestro funcionamiento y aspecto, sino que tampoco preserva aquellos derechos de las personas que, se supone, atienden o cuidan de las “personas en situación de dependencia”.

Por eso no dejo de preguntarme si merece la pena esforzarse en sostener o remendar una ley mal diseñada desde su nacimiento que promueve nuestro internamiento y elimina todo atisbo de conseguir una vida independiente de acuerdo con los postulados de la
Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. Ya tenemos el fracaso rotundo de una ley que supuestamente iba a promover nuestra vida autónoma, y ahora se está permitiendo el mismo fiasco con el espíritu de un tratado internacional de obligado cumplimiento por parte de nuestras autoridades. Me da a mí que no estamos apuntando en la dirección correcta y que ya va siendo hora de que le dediquemos toda nuestra energía a proteger a capa y espada una convención que no se está cumpliendo en nuestro país. Esta convención internacional necesita como el agua una trasposición a la legislación española y no una ley especial que sigue poniendo al margen de la sociedad a nuestro colectivo.

En este punto, se hace necesario examinar alguno de los servicios y prestaciones que ofrece la cartera de servicios de la descafeinada Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia. Empezaré por el servicio de teleasistencia, que deshumaniza a muchos individuos y le resulta inútil a otros: imagínense a mis amigos con tetraplejia que no pueden mover los brazos, ¿Cómo diablos presionarán el botoncito que activa el aparatejo en cuestión?

En segundo lugar, hay que hablar brevemente de los cuidados en el entorno familiar. Yo no veo mal que le den una cantidad de dinero a quien dedique una parte de su tiempo a cuidar de su estirpe, o que le den una contraprestación de otro tipo como debería hacerse para conciliar vida laboral y familiar. Esto no ocurre con ese “beneficio”, que convierte una relación de parentesco y supuesta convivencia en una de cariño por dinero, logrando un sucedáneo de linaje. Además de lo expresado, esta prestación económica iba a ser “excepcional”, pero cuando una prestación de este tipo supera con creces el 40 por ciento de las prestaciones otorgadas, deja de ser excepcional en mi opinión, no sé si en la de otros. Además resulta que salvo honrosas excepciones, el cuidador era y es cuidadora, y lo que debía ser un trabajo con alta en la seguridad social, un sueldo digno, y un horario aceptable no lo es. El movimiento feminista que busca la igualdad entre hombres y mujeres quizá debería tener en cuenta asuntos como la explotación laboral en cuanto a salario, calendarios, y exclusión femenina de las bolsas de trabajo; pero parece que no estamos a lo que estamos. Y en este caso ni siquiera voy a ocuparme de la desarrapada vida de la persona cuidada por su parentela.

En numerosas ocasiones he hablado sobre el perverso sistema de centros residenciales profundamente arraigado e implantado a lo largo y ancho de nuestra geografía. Esta especie de “archipiélago Gulag” no se podrá desmontar de la noche a la mañana, sobre todo por los intereses económicos tras él y porque leyes como la de la dependencia continúan promoviendo la existencia de centros residenciales.

La única medida de acción positiva que proponía esta ley era la asistencia personal. No obstante, la cantidad económica ofrecida, los tipos de contratación disponibles, y la ausencia de regulación laboral de esa figura hacen que la asistencia personal en versión española sea algo tan irrisorio que cualquier persona cabal se puede echar a reír o a llorar, según su estado de ánimo. La consecuencia hasta ahora ha sido que su implantación en España es meramente simbólica, alcanzando el 0,1 por ciento de las prestaciones económicas ofrecidas a los ciudadanos no estándares.

Llegados a este punto cabe preguntarse retóricamente si existe voluntad política por promover la vida independiente con apoyos como la asistencia personal, la eliminación de barreras y la desinstitucionalización, o no. Pero como esta voluntad no es efectiva sin la comprensión de la gente y sin el decidido apoyo de quien maneja el “parné”, se puede afirmar que “el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones”.