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Nosotras, las otras

Última puerta, al final del pasillo a la derecha.

En el bloque donde vivía con mi madre, y justo frente a la puerta donde también vivía mi abuela, una viejita arrugada a la que siempre tachamos de pesada por espectadora activa y vigilante de nuestras vidas, vivía una mujer en silla de ruedas, que salía y entraba con una silla eléctrica.

Solo sabía de ella que usaba la rampa que había pegada a la escalera, por la que me daba miedo subir cuando era muy pequeña y por la que luego intentaba que mi culo derrapara como si fuera un tobogán siendo un poco más mayor.

Su cuerpo sentado, nunca estuvo en las revistas estúpidas que copaban mis tardes de adolescente, al igual que nunca salió en los shows televisivos que me entretenían las noches de sofá después de un día de trabajo.

Ella existía poco para mi, una aguja en un pajar poco representada en el escaparate de posibles mujeres a las que parecerme; hasta que a los 24 años comencé a parar mi propia silla de ruedas al lado de la suya. Observando si iba sola o acompañada, preguntándome por cuál recorrido habría llegado al supermercado y cómo habría cogido las cosas que llevaba en la bolsa. Su historia era repentinamente la mía, a la vez que pensaba, que su futuro también lo era.

Nunca pensé, que cuando juntará los montones que componen todas las identidades que forman lo que soy, ella y yo, compartiríamos una etiqueta, un carnet y que tendríamos la lucha común: ser vistas como mujeres con nuestra particular montaña de realidades y no como un fregado jodido dentro del top-ten de lo peor que se puede ser. Una ex-triunfadora  paralizada, deseosa de morir a lo “Millión Dólar Baby”.

Las cosas que pasan y que componen las historias que se graban en la carne, me habían llevado a poder imaginar, en primera persona, cómo se lo montaba dentro de casa, a conocer los hábitos que se convertían en problemas, también, a imaginar sus luchas y sus logros, a admirarla y compadecerla a partes iguales como hacía conmigo.

Me crucé con mi vecina durante unos cuantos años, hasta que mi madre y yo nos liberamos de un destino que nadie cuestionó en exceso –la tendrá que cuidar su madre- Y luego la frase –¿cómo se va a ir a vivir sola?-. Comencé una fase cósmica y distópica  que me ha convertido en una tía que no se mueve, pero que vive sola gracias a un ejercito de asistentes personales. Un mogollón por explorar y sin referentes, en el que vuelves al ideal de la libertad del individualismo, convertida en una mujer con unas necesidades,  jefa de unas trabajadoras con otras necesidades, lo que nos otorga en conjunto el título de reinas del encaje de bolillos, de supervivientes de lo justo y madrinas de lo precario.

Ahora reconozco a las trabajadoras que me permiten jugar al sueño de “Tú Sí Que Vales” a esas chicas que acompañaban a mi vecina y le abrían la pesada puerta del portal, encajando el reposapiés en el opresivo ascensor de aquel bloque tan elegante. Que desaparecían tras la puerta de su casa, donde pasarían esas cosas que poca gente quiere saber, más allá del sabroso cotilleo.

Ahora que esos secretos cotidianos del jodido vivir privado son también los míos, mi mente ocupa mucho tiempo en pensar dónde están mis iguales, cómo se lo montan, cómo vivimos y si alguien se pregunta cuáles son nuestras necesidades y cómo las cubrimos.

Con todo, mi vecina y yo fuimos de las privilegiadas con la suerte de no ser presas de una institución donde mucha gente se lucra con la excusa de que es el mejor recurso. Que fácil parece resultar, para los que firman nuestro destino, no hacerse una crítica profunda que empieza con una pregunta sencilla: ¿Tú querías vivir institucionalizada por tu forma de moverte, de hablar o de razonar?

Tampoco somos heroínas, no las heroínas que se buscan para decir “si se puede”, porque “no se puede” a costa de todo y jugar a ser normales sin los recursos necesarios, que deja nuestros cerebros y sentires como pasas, viviendo el día a día como una carrera de obstáculos que termina con el suspiro de haber puesto los ovarios encima de la mesa, un día más. Descansar de reiterarnos, insistentemente, como sujetas de derechos y pasar a serlo, sería un alivio con el que nos colgaríamos la capa de supercojas.

Queremos y necesitamos contratos y derechos laborales para nuestras trabajadoras, para que si somos heroínas, también lo seamos para quien cuida de nosotras a golpe de riñones. Recursos para criar en igualdad de condiciones, tanto a diversas como a madres de la diversidad. Apoyos técnicos que no sean un robo a mano armada. Ser vistas como mujeres que desean y son deseadas, respetadas en nuestros tiempos y procesos. Necesitamos que la accesibilidad se tome como un conflicto social que necesita soluciones urgentes, para así llenarnos la boca del término todas sin envenenarnos. Necesitamos disfrutarnos sin sentirnos culpables por existir con nuestras diversidades.

Porque en la mirada monolítica de una sola realidad de lo que es ser mujer, muchas nos perdimos hace tiempo, sin identificamos, vivimos inventando nuestra existencia, muertas de miedo y tragando barreras físicas y sociales sensibles a frustraciones recurrentes, bloques de hormigón emocionales en un –quién me va a querer a mi con este marrón de necesidades por cubrir-. Y un callar y dar las gracias sumiso allí donde falte un maldito baño adaptado que te ahorre mearte encima y recordarte qué lugar te han dejado ¿Qué podemos esperar de una sociedad que no nos toma en cuenta ni para mear?

Dado que el orden mundial, el heteropatriarcado o la pirámide de necesidades, que solo representaba a Maslow, no va a cambiar mañana, y en la batalla andamos flaqueando siempre las minorías, deberíamos vomitar verdades cada una de la forma expresiva que más le cuaje, pero sembrando nuestras vivencias. En el caso de las mujeres con diversidad funcional nos faltan derechos básicos, sin los que muchas no se imaginarían viviendo y donde la sororidad tiene trabajo. Contar nuestras carencias visibiliza las supervivencias de nuestras iguales y abre camino para dignificar el trabajo de aquellas que sostienen con su tiempo nuestra vida, hora a hora y día a día.

Por esto el llamamiento a la revolución de las vaginas incontinentes, la revolución de las caderas con ruedas, la revolución a las sillas morbosas, la revolución de las mentes dispersas, la revolución de los lenguajes silenciosos, la revolución de las cojas y las raras, no es un capricho, ni una vergüenza, ni ganas de tocarle las narices al mundo con el grito de -no estamos todas faltan las cojas- es que faltamos y vamos a entrar aunque no seamos las primeras de la lista.

Las mujeres con diversidad funcional tenemos ganas de encontrarnos y lo estamos comenzando a hacer, porque no necesitamos nombrarnos como mujeres con diversidad funcional por un morboso deseo de categorizarnos dentro de nombres rimbombantes o de ser vistas fuera de la normalidad como si fuera un fetiche del postmodernismo, sino por una cuestión de calidad de vida, que no es otra cosa, que una cuestión de derechos, de pedir lo nuestro, las soluciones comunes que nos permitan poder pensar que nuestras vidas son vidas, que como abandera la economía feminista, merecen la pena ser vividas, algo que dudamos más veces de las que nos gustaría ante la carencia de recursos, apoyos y voluntad política real que nos absorben y nos catapultan a una espiral de mierda que adereza nuestro existir con mala hostia, frustración y ansiedad resuelta con pastillas de colores.

No es una cuestión de vivir como mujeres a pesar de la diversidad funcional, sino con lo que la diversidad suponga y enriquezca, siendo capaces de proyectar en quien nos construye con su mirada el deseo de contar con nosotras por lo que somos.

El año pasado para el 8 de marzo escribía que las mujeres con diversidad funcional esperaban mirando a las histéricas de Freud, creo que este año las siguen y con suerte hasta nos mezclamos, lo hacemos y ya vemos.

Gracias a todas las mujeres que me han ayudado a mear y empoderar a mi vagina incontinente que cada día fluye más libre, a las que curran para que tenga una vida, a las que han creído que tenía algo que aportarlas, a las que me enseñaron y a las que quedan por venir.
Ausencia. Dibujo de Gustavo Adolfo Díaz http://www.gustavodiaz.es/

 

Acerca del Autor Elena Prous

Elena Prous, en el FVID desde 2009, Estudió enfermería y ejerció durante unos años hasta comenzar a dar vueltas en estudios sobre derechos humanos, escritura creativa y en la actualidad, Antropología. Activista de punzón y charletas, es articulista en la revista Infomedula.org desde 2008 y bloggera desde 2012 en tambiendebajodelagua.com.

Acerca de Elena Prous

Elena Prous, en el FVID desde 2009, Estudió enfermería y ejerció durante unos años hasta comenzar a dar vueltas en estudios sobre derechos humanos, escritura creativa y en la actualidad, Antropología. Activista de punzón y charletas, es articulista en la revista Infomedula.org desde 2008 y bloggera desde 2012 en tambiendebajodelagua.com.