Reconstituir juntos nuestra humanidad

Somos verdugos. Condenamos a la muerte. Decididamente encaminamos a determinadas personas y colectivos a la desaparición.

Las representaciones, creencias y concepciones sociales sobre la discapacidad coartan no sólo la libertad de demasiados niños y niñas en edad escolar, sino su capacidad para concebirse a sí mismos como las personas completas que son. Son concepciones que perduran en el tiempo, que tienen hondas raíces en nuestras culturas y que se asientan en desequilibrios sociales que tienen víctimas y verdugos. Sin embargo, estos verdugos no son fácilmente detectables, porque en realidad todos lo somos en la medida que no desmontamos y revertimos la desigualdad histórica y el proceso de deshumanización que hemos desarrollado tan incisivamente con las personas que denominamos discapacitadas.

Somos verdugos. Condenamos a la muerte. Decididamente encaminamos a determinadas personas y colectivos a la desaparición. Los expulsamos de nuestras casas, de nuestras instituciones, de nuestras calles, de nuestros trabajos, de nuestras conversaciones. Y entonces las casas, las instituciones, los trabajos, las calles y los discursos son nuestras. Nos apropiamos de las cosas, pero además nos apropiamos del otro o la otra, porque los expulsamos incluso de la humanidad. Les robamos también su humanidad. Pero en este ejercicio, en el que pretendemos apropiarnos también de ella, paradójicamente perdemos nuestra humanidad. Porque condenar las diferencias de las personas con discapacidad se asienta en la norma, lo cual constituye también un ataque a nuestra humanidad, puesto que nadie encaja en la tiranía de la normalidad.

Cada vez que hacemos uso −consciente o inconscientemente− de ese ideario que sostiene la actual división binaria de las personas, de esa concepción social de la discapacidad, estamos ejerciendo la opresión que (nos) deshumaniza. Por tanto, tenemos por delante una tarea genuinamente educativa, y que ha de adentrarse en tres grandes factores que sostienen las representaciones estigmatizadoras:

  • El desconocimiento. Cuando no conocemos una realidad, solemos subsanarlo con el recurso al estereotipo. No estamos en condiciones de establecer juicios, por lo que recurrimos al prejuicio. Por tanto, es necesario conocer y reconocer.
  • El miedo. Se trata de una emoción primaria e intensa que tiene como cometido evitar el riesgo o la amenaza. Nuestras culturas tienden a huir de lo impredecible e incontrolado, como algo que nos pone en peligro, lo que nos hace echar mano del prejuicio para eliminar lo indeterminado. Sin embargo, la naturaleza del ser humano es un tránsito entre la heteronomía y la autonomía, entre lo determinado y lo indeterminado, entre el condicionamiento y la libertad.
  • La manipulación, que es una forma de gestionar el miedo y el desconocimiento. Una hábil intervención que distorsiona la percepción de la realidad motivada por intereses particulares, que es también dañina para quien la ejerce al encuadrarse en la injusta normalidad.

Es una realidad compleja, que requiere soluciones complejas. Son las familias las que se encuentran en la posición más privilegiada para romper con estas creencias y dinámicas perversas que cosifican a las personas con discapacidad al convertirlas en una limitación, porque su cercanía y los afectos les facilita trascender el desconocimiento que condena al prejuicio y al estigma. Sin embargo, la realidad dice que ceden espacios en los procesos de relación que son dominados por los profesionales. El miedo y la manipulación entran en juego. Por tanto, la situación reclama un nuevo posicionamiento profesional que cuestione el orden actual de las cosas.

En diversos lugares del mundo algunas familias han conseguido desafiar el miedo y cuestionar la manipulación, dejándose la piel (y algo más que la piel) en el proceso. Algunos profesionales y asociaciones están plantando cara al modelo médico de la discapacidad y poniendo su trabajo al servicio de las personas, que reclaman a diario relaciones más equilibradas y su derecho a habitar las escuelas comunes. A aprender y participar en ellas, porque solo en estas escuelas se pueden desafiar el desconocimiento, el miedo y la manipulación. Al vivir juntos, en la escuela y con la colaboración de toda la comunidad educativa, podemos convertir la cosificación en participación: la ceguera, el autismo, el síndrome… puede y debe dejar paso a la persona.

Tenemos trabajo por delante, en el que todos los sectores jugamos un papel crucial e insustituible. Tenemos que aprender unos de otros. Tenemos que defender los derechos y transformar las instituciones. Y en ese trabajo colaborativo, en la participación, surge la esperanza, porque podemos encontrar un profundo sentido educativo a nuestro quehacer en las escuelas: reconstituir juntos nuestra humanidad.

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[Este texto ha sido publicado como Prólogo del libro: AA.VV. (2015). Educación inclusiva. Bases para la incidencia en políticas públicas. Grupo Artículo 24, Buenos Aires]

Fuente de la imagen: Totenart

Acerca del Autor Nacho Calderón Almendros

Profesor de Teoría de la Educación en la Universidad de Málaga (España). Interesado en la experiencia de exclusión e inclusión educativa de personas situadas en los márgenes por sus diferencias. Empeñado en que la escuela sea un lugar donde todos y todas podamos crear sentido

Acerca de Nacho Calderón Almendros

Profesor de Teoría de la Educación en la Universidad de Málaga (España). Interesado en la experiencia de exclusión e inclusión educativa de personas situadas en los márgenes por sus diferencias. Empeñado en que la escuela sea un lugar donde todos y todas podamos crear sentido