Comienzo a escribir esto mientras viajo en el tren después de muchos, muchos años en que lo hice por última vez, sin contar otro intento fallido imposibilitándoseme entonces ir a Córdoba. Insensato, trato de hacerlo usando un teléfono móvil, una locura capaz de hacer retorcerse los nervios del más calmado.
Hoy regreso a Galicia tras dar una charla en Sevilla en la que como en otras, sin megafonía apropiada, he debido pedir disculpas por mi apagada y cascada voz de ex-fumador compulsivo. Al menos no apareció esa tos boba que impone punto y coma a mis largas parrafadas, consecuencia de una garganta reseca que me obliga a detenerme.
Ciertamente, el tren de hoy en nada es igual al recuerdo difuso de un viaje de la infancia, contándome aún en el mundo de los bípedos, acompañando a mi padre camino de Extremadura esperando en silencio en una estación sin apeadero, a pie del terreno, en la limpia oscuridad de una noche de verano para, súbitamente, ver venir hacia nosotros una enorme, humeante y cuadrada locomotora negra y terrible. Cuelga de éste el recuerdo sobrecogedor de apretar fuertemente la mano del padre, temblando, mientras el monstruo, altísimo, vino a detenerse ante ambos con un ruido aterrador. El miedo aun perduraba al verme alzado a uno de los altos, tétricos y chatos vagones de color verde caqui oscuro, casi militares, con una simple línea amarilla recorriéndolos en horizontal. También está el recuerdo de despertar tras quedar dormido en el asiento de cuero renegrido y madera vencido sobre el hombro de un pasajero, cubierto por la chaqueta del padre, y pasmado, señalar la forma de una nube que iluminada por la luna, quise que fuera la pata de una bruja. Acontecimiento este discutido entre cucharadas del yogur que me embuchaba mi progenitor. Y qué decir del asombroso retrete con un hipnótico agujero que despedía todo directamente sobre las traviesas de la vía…
Ahora, en estos días, el mero hecho de obligarme con antelación a saber si había disponibilidad de plaza para mí, ahora pasajero en silla de ruedas para ese trayecto en el día planeado, me había predispuesto malhumorado a la incredulidad sobre los cambios respecto a los límites de mi libertad de elección viajando en transportes públicos. Las facilidades y amabilidad de los servicios de asistencia para el embarque disponibles en la estación de origen y destino, la modorra meciéndome de mano del madrugón, algo de lectura obligada para la poca distracción que dan los túneles y el paisaje limitado por las paredes del cañón abierto en el terreno para poco más que el ancho de la vía, me habían hecho bajar la guardia para sopesar dónde y cómo me encontraba.
Acomodado ya, frente a mí se movía una mujer joven, madre, con cierto rictus de profunda tristeza atendiendo solícita a su bebé que presentaba signos de lo que se me figuró como acondroplasia. Al margen de ese aparente aire de tristeza, mantenía la típica actividad de los cuidados maternos en los viajes, cercada por infinitos objetos repartidos en innumerables y específicos bolsos, mantillas, baberos, cobertores… A mi izquierda, su carrito de bebé algo armatoste y de incomprensible plegado, hacía de perchero de otros bolsos y prendas junto a mi maleta.
Quizás el recuerdo de mi viaje de la infancia vino de la mano de esa escena de la merienda del bebé en el tren de hoy, tomando como yo entonces un yogur surgido de uno de tantos bolsos, sin pata de bruja alguna asomando cerca de la luna.
Una mujer sonriente abandonó entonces el vagón contiguo de cafetería y me percaté que el hombre con gafas que la seguía se apoyaba en su hombro con el ligero titubeo propio de los ciegos. Al transcurrir ambos por el pasillo, reconocí en unos asientos más adelante a unos padres que acompañaban a su hijo y que habían aguardado junto a mí en la estación de Madrid, en espera de los servicios de atención para el embarque. Encorvado, apenas sin cabello, caminando con la ayuda de dos bastones, reconocí en el muchacho de poco más de veinte años el color cerúleo que deja la quimioterapia y su conocido peso venciendo el brillo de la mirada.
Aburrido, casi adormilado, una lucecita sorprendió las telarañas de mi frente y caí entonces en la cuenta de la singular concentración de gente “deteriorada”, a ojos del común, que se reunía en aquel vagón. Sólo en ese momento me percaté de la anormal distancia que poco antes debí recorrer para verme dentro de aquel coche, casi al final del tren, y que para subir tuve que hacerlo por la rampa sobre la única puerta que mostraba el anagrama de accesibilidad. En todo el convoy no había otro vagón para ese recurso. Alguien, en algún lugar, siguiendo un designio de concentración de lo inclasificable, agrupa en cada tren lo que puede entender como calamidades humanas, decidiendo que lo óptimo es concentrar la diferencia en lo simple de un único vagón, en el vagón de cola, o casi en el vagón de cola. Un vagón singular y especializado en la diferencia, pero con la discreción de ir sujeto a los demás al final, sin repartir ni mezclar su contenido por el convoy. Y así, casi de un lúcido puntapié en el culo regresé a la evidencia de que, pasados los años, los cambios son poco menos que anécdotas, maquillajes lustrando las feas y férreas barreras de siempre. Nada nuevo bajo el sol.
Durante el trayecto, la puerta mecanizada que quedaba a mi espalda se fue averiando paulatinamente, abriéndose y cerrándose a su loco parecer. El interventor, que había montado su oficinilla móvil en uno de los asientos y que viajaba a mi izquierda toqueteando de continuo una Tablet que algo debía tener relacionado con su trabajo, para mi sorpresa vino a disculparse por este suceso que en momento alguno ni me había preocupado ni yo había censurado. Evidentemente, era más cosa suya, y por alguna razón se le figuró que también debía ser mía. Pareció tranquilizarse cuando me aseveró que ya había notificado el problema.
Luego todo regresó al aburrimiento adormecedor del traqueteo del viaje en el vagón de la diversidad. Lo curioso fue que la avería de la puerta, que seguía loca del todo, se extendió a la inmediata del aseo de “discapacitados”. Y esta fue la única protesta que se escuchó en el vagón de las calamidades: un inesperado, chirriante y ensordecedor avisador que dejó a todos embobados mirando el parpadeo de una luz roja junto al anagrama de accesibilidad y las letras WC del vagón. Ningún “discapacitado” pedía auxilio desde el WC, de modo que el interventor abrió la puerta de un golpe y la alarma calló.
Repartidos como gotas, para cuando llegué a Compostela ya éramos menos los del vagón. De regreso al anonimato de cada vida singular.
Autor: Juan José Maraña
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